Hablando con cualquier persona sobre diversidad sexual, incluso con aquellas más instruidas, es común escuchar frases como que “los homosexuales tienen que darse a respetar” o “los homosexuales tienen la culpa de que no los respeten, porque son irrespetuosos”. Sobre esa base, llena de prejuicios, algunos llegan a decir que respetan a alguien porque, aunque sea homosexual, “se ve hombre”… y cuando se refieren a lesbianas, travestis o transexuales encontramos expresiones similares, o aún peores.
¿Hasta dónde llegan los “límites” de ese respeto que deben darse los homosexuales para que sean “aceptados”? ¿Es justo que los flojitos, las fuertototas y las locas de carroza, por expresarse tal cual son, sean estigmatizados, discriminados y, en consecuencia, rechazados? ¿Es que se sólo se le reconocen derechos a aquellos que cumplan con los rígidos patrones preestablecidos para cada género?
La educación machista a la que nos enfrentamos, desde que somos pequeños, nos marca con fuertes patrones heterosexistas y roles de género que vamos reproduciendo día a día, incluso entre los propios homosexuales. Desafortunadamente, gran parte de esta educación denota una atención sobredimensionada a la apariencia y al qué dirán, sobre todo por el aquello de que “es mejor serlo y no parecerlo, que parecerlo y no serlo”.
En realidad, nos dejamos llevar por los prejuicios y no somos capaces de poner en práctica lo que se repite hasta el cansancio de que toda persona debe ser respetada en su integridad física y moral y apreciada de acuerdo a sus valores y al aporte que brinde a la sociedad. ¿Somos conscientes de educar a nuestros hijos para que en las escuelas no se burlen de aquel que luce “pajarito” o de aquella que le gusta jugar pelota y fajarse con los varones? ¿Hasta qué punto apreciamos los valores de nuestros colegas de oficina o vecinos, más allá de su apariencia externa, su manera de hablar o de vestir?
Es un comportamiento social que no puede ser cambiado por decreto, sino por convicción, en beneficio de la sociedad misma. Un proceso social que se necesita con urgencia para respetar a quienes, por cualquier razón, se escapan de los “modelos” que nosotros mismos nos hemos establecido. Porque no todo el mundo tiene la “dicha” de nacer cumpliendo estos parámetros de “normalidad” –clasificación detestable, por excluyente-, como mismo no todos nacemos bonitos, altos, con mucho pelo, delgados…
Sin embargo, esos “límites” también tienen una lectura a la inversa: de la misma forma en que la sociedad tiene que aprender a convivir con patrones más flexibles en el comportamiento de las personas, los homosexuales y transgéneros deben respetar aquellos patrones elementales de convivencia. Es conocido que los derechos de una persona terminan donde empieza el derecho de los demás y la mejor forma de educar en el respeto sobre uno es respetando el derecho de los otros.
No quiere esto decir que uno limite su forma de ser, sino a ser consecuente con una conducta ciudadana respetable. No se puede apoyar la actitud de un grupo de travestis que, en una guagua, anden vociferando sus conquistas y molestando a los pasajeros o a cuantos pasan por la calle. Pero, no porque esto suceda, es justo achacar ese tipo de comportamiento desagradable a todos los miembros de ese grupo humano, porque todos -absolutamente todos- somos diferentes.
Los comportamientos chabacanos, groseros y de mala educación no tienen nada que ver con la orientación sexual o la identidad de género y son tan reprochables en homosexuales como en heterosexuales, en hombres como en mujeres. La orientación sexual y la identidad de género no son atributos morales y, por tanto, no se pueden asociar a ellas un comportamiento social determinado.
¿Hasta dónde llegan los “límites” del respeto? Cada persona y cada ocasión tienen los suyos, en ambos sentidos, pero lo mejor será que nos eduquemos en convivir respetando y aprendiendo de nuestras diferencias.