La larga e intensa temporada del mundial de fútbol en Sudáfrica y, más recientemente, la celebración del 92 cumpleaños de su líder indiscutible, Nelson Mandela, me han hecho revivir el extraordinario privilegio que tuve de participar en la Misión de Observación de las Naciones Unidas para las elecciones en ese país (UNOMSA, por sus siglas en inglés), que se desarrollaron del 26 al 29 de abril de 1994.
Fueron esas las elecciones que crearon la “Nueva Sudáfrica” -como ellos mismos le llamaron-, las que hicieron desaparecer definitivamente el oprobioso régimen del “apartheid” y las que llevaron, con mayoría abrumadora, a Mandela y al Congreso Nacional Africano (ANC) a la Presidencia.
Muchas fueron las emociones en esos días y el hecho de ser la primera vez que tomaba un avión, o que tenía un pasaporte en mi mano, fue insignificante ante el momento histórico que me tocaría vivir. Un par de años me faltaron para haber sido internacionalista en Angola, pero me tocaría la experiencia de vivir el resultado más atronador de sus batallas.
Llegamos a “Jo-burg” -como le dicen allí a Johannesburgo- en la mañana del 20 de abril y, en aquel entonces, Sudáfrica era un gran misterio para todos. Lo primero que me impactó fue ver una ciudad enorme, moderna y limpia, similar a las fotos de cualquier ciudad europea (particularmente Ámsterdam, con sus construcciones inconfundibles)... pero negra, predominantemente negra. Los blancos eran una insignificante minoría.
Tras varios días de entrenamiento sobre la nueva ley electoral sudafricana y el trabajo que realizaríamos, a los miles de observadores de Naciones Unidas nos distribuyeron por todo el país. Me enviaron a la nueva provincia de Natal-KwaZulu, que incluye el territorio “zulú” -dominado entonces por del movimiento “Inkatha” de Mangosutu Buthelezi-, quienes no aceptaban los términos de la incorporación a la nueva República y provocaban sangrientos enfrentamientos en las calles de sus principales ciudades.
Sin embargo, afortunadamente se logró un acuerdo con Buthelezi justo el día que arribamos y Durban resultó ser una ciudad impactantemente bella, con su “costa dorada” frente al Océano Índico y una considerable inmigración india. Supe después que, como parte de la comunidad de colonias británicas, ese era un puerto de mar con mucha inmigración india, donde Mahatma Gandhi pasó 20 años de su vida y donde se fundó, en 1912, el Congreso Nacional Africano (ANC) para impulsar la lucha por los derechos de los negros.
Mi destino fue Kokstad, un pequeño pueblo de blancos al sur de la provincia, donde compartí junto a sudafricanos de todas las razas y extranjeros la emoción del día que se izó por primera vez la bandera multicolor de la nueva Sudáfrica, cuando se cantó por primera vez el nuevo himno y cuando desaparecieron definitivamente los infames “bantustanes”(*).
Allí conocí a un soldado del ejército sudafricano que combatió en el frente de Angola y había sido preso por las tropas cubanas, que trabajaba como cantinero en el hotel donde me alojaba. Blanco y robusto, a todas luces descendiente de “bóers” (conquistadores holandeses, conocidos también como “afrikáners”), me confesó que guardaba una profunda admiración por Fidel y por los soldados cubanos, pues “fueron a Angola por un ideal, y lo defendieron hasta la muerte” mientras ellos habían ido allí por dinero.
Kokstad está muy cerca de la frontera entre Natal-KuaZulu y el antiguo “bantustán” del “Transkei” -ahora parte de la provincia El Cabo Oriental-, en una árida meseta a más de 1500 metros sobre el nivel del mar, donde realicé mi trabajo. El “Transkei” fue el primer “bantustán” que tuvo gobierno propio, en 1963, y es territorio de tribus “Xhosas”; sus habitantes viven mayoritariamente en “quimbos” redondos de paredes de tierra, usan un peculiar dialecto musical y los hombres tienen las caras marcadas por cicatrices lineales, con símbolos que sólo ellos son capaces de descifrar.
Pero el “Transkei” es, sobre todo, la patria chica de Nelson Mandela, que nació cerca de Umtata, la capital del antiguo bantustán, y es descendiente de las tribus “xhosa”. Al ser la primera vez que ese pueblo segregado tenía la oportunidad de elegir a un Presidente para la nueva República unida, no había dudas de quién era el candidato de todos, quienes tampoco tenían dudas de la victoria.
Y si emocionante fue sentir ese orgullo por su líder, más emocionante fue atestiguar el cariño y el agradecimiento que sentían por Cuba y por Fidel.
La primera sorpresa la tuve el día que iniciamos nuestros trabajos, cuando fuimos presentados ante el Alcalde de Mount Ayliff, el caserío principal de la región que nos correspondía inspeccionar. Cuando terminó la parte ceremonial de la sencilla actividad, alguien se me acerca y me susurra al oído, en perfecto cubano: “Asere, ¿qué bolá? El Yara y el Coppelia, ¿cómo los dejaste?”. El Alcalde, un corpulento xhosa que había estudiado medicina en Cuba, había aceptado administrar la comarca mientras seguía ejerciendo su profesión desde esa responsabilidad. Muy seguro me dijo que en Cuba también había aprendido a ejercer el “multioficio”.
A la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a revisar los colegios electorales, fuimos interceptados en medio de un camino sin carreteras por tres camionetas atestadas de personas, reclamando con enojo las boletas electorales que no habían recibido. Tras apaciguarlos, con las explicaciones de rigor, nos preguntaron la nacionalidad… y mi acompañante -con mucho orgullo- se presentó como ciudadano de los Estados Unidos de América, lo cual fue recibido con aprobación.
Sin embargo, al mencionar yo la palabra CUBA el líder del grupo mostró su mejor cara de regocijo y gritó, para que todos lo oyeran: “¡Cuba! ¡Fidel Castro! ¡Nuestro camarada!”… de repente, varios de ellos me alzaron por encima de sus hombros y empezaron a gritar, dando brincos y con sus puños en alto: “¡Mandeeela! ¡Cuba! ¡Fidel!”. A partir de entonces, cada vez que llegábamos a cualquier lugar y nos preguntaban la nacionalidad, mi acompañante decía sin dudar: “Yo soy de los Estados Unidos… ¡pero él es de Cuba!”.
Me sobran motivos para recordar con emoción a Suid-Afrika -como aprendí a escribirlo en “afrikaans”, su idioma oficial-, sobre todo al haber vivido un momento trascendental de su historia. Conocí a un pueblo noble y multinacional, que se esmeraba en superar décadas de incomunicación y odio racial, para abrirse paso al futuro con una nueva vida para su gente. Pero más motivos tengo para la emoción, al haber sido testigo de que las palabras “Cuba” y “Fidel” tienen un significado muy valioso para la dignidad de su pueblo.
Nota:
(*) “Bantustán” es la palabra que utilizaron los racistas blancos sudafricanos para denominar el territorio asignado a las tribus con lenguas “bantúes”, que fueron la base del sistema de “apartheid” o de “segregación racial”. En total existieron 10 “bantustanes”, a los que se le otorgaron cierta jurisdicción en áreas como educación, salud pública y carreteras. Fuera de estas zonas, los negros eran tratados como “habitantes temporales” o “visitantes”.
Fueron esas las elecciones que crearon la “Nueva Sudáfrica” -como ellos mismos le llamaron-, las que hicieron desaparecer definitivamente el oprobioso régimen del “apartheid” y las que llevaron, con mayoría abrumadora, a Mandela y al Congreso Nacional Africano (ANC) a la Presidencia.
Muchas fueron las emociones en esos días y el hecho de ser la primera vez que tomaba un avión, o que tenía un pasaporte en mi mano, fue insignificante ante el momento histórico que me tocaría vivir. Un par de años me faltaron para haber sido internacionalista en Angola, pero me tocaría la experiencia de vivir el resultado más atronador de sus batallas.
Llegamos a “Jo-burg” -como le dicen allí a Johannesburgo- en la mañana del 20 de abril y, en aquel entonces, Sudáfrica era un gran misterio para todos. Lo primero que me impactó fue ver una ciudad enorme, moderna y limpia, similar a las fotos de cualquier ciudad europea (particularmente Ámsterdam, con sus construcciones inconfundibles)... pero negra, predominantemente negra. Los blancos eran una insignificante minoría.
Tras varios días de entrenamiento sobre la nueva ley electoral sudafricana y el trabajo que realizaríamos, a los miles de observadores de Naciones Unidas nos distribuyeron por todo el país. Me enviaron a la nueva provincia de Natal-KwaZulu, que incluye el territorio “zulú” -dominado entonces por del movimiento “Inkatha” de Mangosutu Buthelezi-, quienes no aceptaban los términos de la incorporación a la nueva República y provocaban sangrientos enfrentamientos en las calles de sus principales ciudades.
Sin embargo, afortunadamente se logró un acuerdo con Buthelezi justo el día que arribamos y Durban resultó ser una ciudad impactantemente bella, con su “costa dorada” frente al Océano Índico y una considerable inmigración india. Supe después que, como parte de la comunidad de colonias británicas, ese era un puerto de mar con mucha inmigración india, donde Mahatma Gandhi pasó 20 años de su vida y donde se fundó, en 1912, el Congreso Nacional Africano (ANC) para impulsar la lucha por los derechos de los negros.
Mi destino fue Kokstad, un pequeño pueblo de blancos al sur de la provincia, donde compartí junto a sudafricanos de todas las razas y extranjeros la emoción del día que se izó por primera vez la bandera multicolor de la nueva Sudáfrica, cuando se cantó por primera vez el nuevo himno y cuando desaparecieron definitivamente los infames “bantustanes”(*).
Allí conocí a un soldado del ejército sudafricano que combatió en el frente de Angola y había sido preso por las tropas cubanas, que trabajaba como cantinero en el hotel donde me alojaba. Blanco y robusto, a todas luces descendiente de “bóers” (conquistadores holandeses, conocidos también como “afrikáners”), me confesó que guardaba una profunda admiración por Fidel y por los soldados cubanos, pues “fueron a Angola por un ideal, y lo defendieron hasta la muerte” mientras ellos habían ido allí por dinero.
Kokstad está muy cerca de la frontera entre Natal-KuaZulu y el antiguo “bantustán” del “Transkei” -ahora parte de la provincia El Cabo Oriental-, en una árida meseta a más de 1500 metros sobre el nivel del mar, donde realicé mi trabajo. El “Transkei” fue el primer “bantustán” que tuvo gobierno propio, en 1963, y es territorio de tribus “Xhosas”; sus habitantes viven mayoritariamente en “quimbos” redondos de paredes de tierra, usan un peculiar dialecto musical y los hombres tienen las caras marcadas por cicatrices lineales, con símbolos que sólo ellos son capaces de descifrar.
Pero el “Transkei” es, sobre todo, la patria chica de Nelson Mandela, que nació cerca de Umtata, la capital del antiguo bantustán, y es descendiente de las tribus “xhosa”. Al ser la primera vez que ese pueblo segregado tenía la oportunidad de elegir a un Presidente para la nueva República unida, no había dudas de quién era el candidato de todos, quienes tampoco tenían dudas de la victoria.
Y si emocionante fue sentir ese orgullo por su líder, más emocionante fue atestiguar el cariño y el agradecimiento que sentían por Cuba y por Fidel.
La primera sorpresa la tuve el día que iniciamos nuestros trabajos, cuando fuimos presentados ante el Alcalde de Mount Ayliff, el caserío principal de la región que nos correspondía inspeccionar. Cuando terminó la parte ceremonial de la sencilla actividad, alguien se me acerca y me susurra al oído, en perfecto cubano: “Asere, ¿qué bolá? El Yara y el Coppelia, ¿cómo los dejaste?”. El Alcalde, un corpulento xhosa que había estudiado medicina en Cuba, había aceptado administrar la comarca mientras seguía ejerciendo su profesión desde esa responsabilidad. Muy seguro me dijo que en Cuba también había aprendido a ejercer el “multioficio”.
A la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a revisar los colegios electorales, fuimos interceptados en medio de un camino sin carreteras por tres camionetas atestadas de personas, reclamando con enojo las boletas electorales que no habían recibido. Tras apaciguarlos, con las explicaciones de rigor, nos preguntaron la nacionalidad… y mi acompañante -con mucho orgullo- se presentó como ciudadano de los Estados Unidos de América, lo cual fue recibido con aprobación.
Sin embargo, al mencionar yo la palabra CUBA el líder del grupo mostró su mejor cara de regocijo y gritó, para que todos lo oyeran: “¡Cuba! ¡Fidel Castro! ¡Nuestro camarada!”… de repente, varios de ellos me alzaron por encima de sus hombros y empezaron a gritar, dando brincos y con sus puños en alto: “¡Mandeeela! ¡Cuba! ¡Fidel!”. A partir de entonces, cada vez que llegábamos a cualquier lugar y nos preguntaban la nacionalidad, mi acompañante decía sin dudar: “Yo soy de los Estados Unidos… ¡pero él es de Cuba!”.
Me sobran motivos para recordar con emoción a Suid-Afrika -como aprendí a escribirlo en “afrikaans”, su idioma oficial-, sobre todo al haber vivido un momento trascendental de su historia. Conocí a un pueblo noble y multinacional, que se esmeraba en superar décadas de incomunicación y odio racial, para abrirse paso al futuro con una nueva vida para su gente. Pero más motivos tengo para la emoción, al haber sido testigo de que las palabras “Cuba” y “Fidel” tienen un significado muy valioso para la dignidad de su pueblo.
Nota:
(*) “Bantustán” es la palabra que utilizaron los racistas blancos sudafricanos para denominar el territorio asignado a las tribus con lenguas “bantúes”, que fueron la base del sistema de “apartheid” o de “segregación racial”. En total existieron 10 “bantustanes”, a los que se le otorgaron cierta jurisdicción en áreas como educación, salud pública y carreteras. Fuera de estas zonas, los negros eran tratados como “habitantes temporales” o “visitantes”.
Frente a una larga fila de habitantes xhosa para votar en las primeras elecciones de la "Nueva Sudáfrica" (1994)