martes, 20 de diciembre de 2016

Relaciones Cuba-Estados Unidos en la era Trump: Pronóstico reservado

Por: Arturo López-Levy

15 de diciembre de 2016

Pronosticar la política del presidente electo Donald Trump hacia Cuba es un ejercicio difícil, pues el millonario neoyorkino ha sido inconsistente en sus posiciones y explicaciones sobre el proceso de acercamiento iniciado por los presidentes Obama y Raúl Castro. A juzgar por sus declaraciones, Trump pretende romper con el consenso globalizador liberal que ha dominado la gran estrategia estadounidense desde el fin de la segunda guerra mundial. Sin embargo, pocos presidentes norteamericanos estructuran su política exterior a partir de la retórica de las campañas electorales.

Realidades estructurales

Cualquiera sea la decisión del presidente Trump hacia Cuba, hay realidades que no cambiarán:

1) La mayoría de los norteamericanos, cubanos y la comunidad cubano-americana apoya procesos de diálogo e intercambio con Cuba. Los vínculos tejidos entre Cuba y Miami han alcanzado hoy una masa crítica que garantiza un repudio en la Florida a cualquier política que pretenda separar las dos principales comunidades de la nación cubana.

2) La comunidad de estados, hemisférica y global, rechaza el embargo/bloqueo estadounidense contra Cuba, y está hoy más dispuesta que nunca a desafiar las sanciones promoviendo la integración cubana a la economía mundial y el hemisferio occidental. El presidente norteamericano no es omnipotente y no tiene la capacidad de forzar una ruptura de esas posturas de diálogo y acercamiento en sus aliados europeos o en sus rivales estratégicos de China y Rusia.

3) Dentro de la burocracia estadounidense de seguridad y diplomacia predomina la opinión de que la política de embargo/bloqueo ha sido un fracaso, y que las estrategias de Obama permiten avanzar en la negociación de temas de interés común para los dos países. No hay hoy un obstáculo simbólico al diálogo entre los dos estados como lo eran la detención de los cinco agentes cubanos y Alan Gross. Ninguna administración puede echar eso atrás.

4) Cuba no es una amenaza a la seguridad nacional y su importancia para la política exterior norteamericana es escasa. Eliminar los grupos de trabajo, la comisión bilateral para la negociación entre Cuba y EE.UU. y derogar la directiva presidencial de octubre de este año, requiere del presidente electo una atención que sería irracional dado los retos que confronta en otras regiones como el este de Asia y el Medio Oriente. Trump no podría traer a Cuba de vuelta a la lista de países terroristas del Departamento de Estado sin adulterar con manipulaciones partidistas un proceso que opera generalmente con criterio técnico.

Esos cuatro factores estructurales, junto a las cinco décadas de resistencia nacionalista cubana a la política imperial coercitiva norteamericana fueron los que garantizaron la derrota de la política de embargo/bloqueo en diciembre de 2014.

Trump no puede hacer contra Cuba mucho más de lo que organizó George W. Bush con las comisiones para la free Cuba entre 2004 y 2006. La realidad fue que Cuba sobrevivió. El nacionalismo cubano derrotó todas esas políticas de agresión. Si Estados Unidos regresa a la hostilidad, se tratará en el peor de los casos de repetir el impasse asimétrico que llevó al acuerdo del 17 de diciembre de 2014. Como en una partida de ajedrez trabada en tablas, Cuba como poder menor pagaría un precio extraordinario en desarrollo y democracia, pero impediría sin doblegarse, a la gran potencia traducir la disparidad de poder en dominación. Washington pagaría nuevamente un precio político significativo por insistir en la política inmoral, ilegal y contraproducente, que ya se ha probado inferior en la promoción de los intereses nacionales y valores norteamericanos que la ensayada por Washington desde el 17 de diciembre.

Señales de hostilidad

Sin embargo, la estrategia norteamericana hacia Cuba ha demostrado no basarse en una racionalidad de política exterior. Varios elementos permiten augurar un camino accidentado para el proceso de normalización de relaciones entre los dos países:

En primer lugar, las últimas posiciones del candidato Trump al final de la campaña fueron de hostilidad al acercamiento entre los dos países. Tal postura fue ratificada por la declaración, en octubre, del vicepresidente Mike Pence de que las órdenes presidenciales del acercamiento serían derogadas tras la inauguración presidencial del 20 de enero. Las designaciones del presidente electo para importantes puestos de su administración, con potencial influencia sobre la política norteamericana hacia Cuba, no tienen un perfil moderado sino de arrebato, con una agenda imperial en la relación con los aliados de la OTAN, México y el hemisferio occidental.

Es lógico suponer peligros para el proceso de normalización de relaciones en esas designaciones. El general Michael Flynn, exdirector de la Agencia de Inteligencia para la Defensa, y nombrado por Trump como asesor de seguridad nacional ha descrito a Cuba como un adversario de Estados Unidos en una "guerra mundial" de la que son parte el fundamentalismo islámico, Irán, Corea del Norte y Venezuela.

Segundo, aun si Trump quisiera continuar el proceso de diálogo y cooperación en temas de interés común, su enfoque transaccional de tit por tat con condicionamientos, desde posiciones maximalistas de fuerza, es inadecuado para una normalización asimétrica. Los procesos de esa naturaleza, entre una gran potencia y un pequeño estado, tienden a trabarse con demandas de reciprocidad reflexiva y ausencia de una visión abarcadora de la relación. Estados Unidos, como gran potencia puede dar garantías y crear un espacio de confianza para la soberanía cubana que el gobierno de la Isla no puede reciprocar en la misma medida. Solo después de notar un ambiente de respeto mutuo, los países pequeños moderan su política exterior mostrando deferencia por el estatus de gran poder de sus anteriores rivales.

Tercero, la victoria en las elecciones congresionales de los políticos republicanos que tienen una posición claramente hostil al acercamiento con Cuba, en primer lugar el senador Marco Rubio, congela la agenda en el congreso para desmantelar las sanciones. Tal victoria evidenció la incapacidad del grupo de cabildeo anti-embargo, ya constituido, para traducir el dinero recolectado en derrotas electorales de sus adversarios o en la introducción sustantiva de proyectos legislativos afines. En esas circunstancias, es probable que la administración use el tema Cuba como moneda de cambio para lograr el apoyo de los legisladores pro-embargo en temas de su prioridad.

Un área donde se puede producir un cambio significativo es en el de la migración donde el presidente electo se ha manifestado ya en contra de los privilegios disfrutados por los emigrantes cubanos en virtud de la Ley de Ajuste Cubano de 1966. La pertinencia de esa legislación puede saltar al debate por la prioridad dada al tema migratorio en general por el presidente electo. Abierto ese debate entrarían al ruedo las coincidencias por razones diametralmente opuestas entre el gobierno cubano que denuncia "la ley asesina" y los sectores más a la derecha, disgustados por la no aceptación de su agenda política anti-viajes por las recientes oleadas de migrantes cubanos.

Nuevas dinámicas

Dado que Cuba no es una prioridad en la agenda del presidente electo en términos de comercio, migración y amenazas de seguridad, mucho de lo que pase dependerá de quienes manejen las instituciones respectivas de la política exterior estadounidense y sus respectivos vínculos con las fuerzas que debaten sobre la política hacia Cuba como las secretarías del Tesoro, Estado, Defensa y Seguridad Interna. Si los nombrados en tales puestos afrontan el tema Cuba con criterio técnico, el consejo de los especialistas dentro del estado estadounidense informaría a la administración entrante cómo los razonamientos que respaldan la directiva presidencial del 14 de octubre se basan en lo que es más conveniente para la seguridad nacional y los intereses económicos y estratégicos de EE.UU. "América primero" en su mejor variante.

La lógica de política interna

Hay también una lógica de política interna que justifica por lo menos no abandonar la política de intercambio con Cuba. El presidente electo Trump no debe su victoria en la Florida al electorado cubano-americano de derecha. La votación en la comunidad cubano-americana por Trump fue una de las peores para un candidato republicano. Nada tiene que agradecer a los grupos pro-embargo cuya elite política representada por Marco Rubio figuró entre los adversarios más virulentos en la primaria republicana. Los congresistas Ileana Ros-Lehtinen y Carlos Curbelo hicieron principio de su campaña el rechazo total al candidato Trump, denunciándolo como un estafador, que pretendía tergiversar los principios conservadores.

Para Trump tampoco es razonable desde expectativas racionales adaptativas comprarse un pleito con Cuba ni siquiera por criterios electoreros. De cara al futuro, el electorado cubano-americano pro-embargo no tiene lugar a donde ir para las elecciones de 2020. Contrario a lo que ocurrió en 1992 cuando el partido demócrata atacó al republicano en el tema Cuba desde el flanco derecho, al apoyar Bill Clinton la Ley Torricelli, hoy la política de entendimiento y diálogo con Cuba es la estrategia dominante en el partido demócrata como un todo. Si los motivados por deseos de venganza y restauración de propiedades no votan por Trump en 2020, ¿a quién van a apoyar? ¿Para qué abrir un nuevo flanco vulnerable en Cuba, de conflicto con los aliados y oportunidad para los rivales estratégicos de Estados Unidos, en un tema de tan poca relevancia para la seguridad nacional estadounidense y de tanto simbolismo a nivel multilateral? No hay ninguna racionalidad de gran potencia para echar atrás la apertura de las embajadas, ni los acuerdos de cooperación sobre salud internacional, negocios, ley y orden y garantías mutuas de seguridad.

Lo más probable es que tendrá que correr un poco de historia para que el nuevo equipo en la Casa Blanca tome consciencia de los límites de su poder y del peso estructural del nacionalismo cubano en la resistencia a más de un siglo de políticas imperiales desde Washington. A Cuba, su gobierno y sociedad civil, le corresponde tomar consciencia cuanto antes de los retos y oportunidades que hoy presentan unos Estados Unidos bajo la presidencia de Trump. Los procesos de acercamiento y negociación con la Isla no se pueden entender sin los consensos democráticos liberales que predominaron en las lógicas de la administración Obama para sus políticas exterior e interna. El bloqueo y el control antidemocrático de los viajes a Cuba y las visiones sobre esas políticas dentro de la comunidad cubano-americana por el grupo de derecha pro-embargo eran antitéticos a esa esa proyección.

Trump, por su parte, representa un repudio a ese consenso. Su narrativa de "Hacer América grande de nuevo" apela a un núcleo duro de derecha en la cultura política estadounidense, que es xenófobo, racista y de proyección imperial. En su política internacional los sectores que acompañan al presidente electo no invocan la auto-restricción por respeto a la ley internacional o lógica de alianzas sino por un aislacionismo que rechaza gastar fondos estadounidenses en bienes públicos internacionales asociados a un orden liberal. En esa visión peligrosa, Estados Unidos como potencia hace lo que quiere, porque puede.

Lo que haga Cuba cuenta

La historia ha demostrado que las relaciones entre Cuba y Estados Unidos han sido tan vulnerables a crisis que si no se avanza en construir mecanismos de manejo de diferencias, se termina retrocediendo. La dinámica de conflicto asimétrico e ideológico entre Cuba y EE.UU. abre oportunidades para aguafiestas que podrían provocar un retorno a las dinámicas de hostilidad donde solo ellos se benefician. Es el momento para que, con consciencia de los retos de seguridad, Cuba aproveche las oportunidades de construir puentes y públicos al interior de EE.UU. a favor del proceso de diálogo, comunicación e intercambio.

Después de los atractivos mensajes y el carisma exhibidos por el presidente Obama en su visita de marzo a la Habana, los planteamientos de Trump han tirado un jarro de agua fría a las visiones que en América Latina, incluyendo Cuba, reconocían a unos Estados Unidos de proyección más suave y persuasiva en la defensa de sus valores democrático-liberales. Hoy el gobierno de Raúl Castro, en las vísperas de la transición generacional presidencial en 2018 tiene la oportunidad de forjar dinámicas de realismo político en el diálogo con aquellos que no responden a su matriz ideológica comunista. En la actual coyuntura, sería un error dejar que quienes al interior del sistema político cubano tienen una preferencia por lo contencioso hacia todo lo que venga de EE.UU. utilicen a Trump como pretexto para silenciar la pluralidad creciente de la sociedad cubana y paralizar las reformas económicas y sociales en curso.

Una cosa es hacer entender por qué un cálculo cubano realista tiene que prever la posibilidad de que a un Obama suceda un Trump, y otra es meter coyundas a los que reconocen, además de los retos, importantes potencialidades para el interés nacional cubano derivadas de una relación estable y constructiva entre Cuba como pequeño país subdesarrollado y Estados Unidos, como gran potencia. Es evidente que Cuba no vive en un mundo ideal y el patriotismo exige un mínimo de unidad nacionalista. Pero la unidad no precede sino prosigue a la aceptación de la diversidad. Las alianzas políticas se construyen desde la persuasión y negociación ciudadana.

También es importante, asumir una visión realista sobre el papel de Cuba en las dinámicas de poder global. A Cuba, como pequeño país, no le corresponde derrotar los sueños imperiales de Trump ni sus políticas antiliberales internas o externas. Un excesivo celo internacionalista en apoyo a sectores ubicados por la administración Trump como hostiles en su proyección de seguridad, díganse Irán y sus allegados del Hezbollah o Corea del Norte, puede atraer una atención estadounidense hacia Cuba que no es útil ni aconsejable. Cuba puede defender sus principios de política exterior en contextos multilaterales, condenando posturas intervencionistas pero sin comulgar con acciones irresponsables.

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