miércoles, 12 de marzo de 2014

El mercado que no fue (o que no dejaron)

Las tiendas de La Habana dan pena. Quienes las vieron el año pasado y las visitan ahora no pueden menos que lamentar su estado: vacías, sin oferta, casi abandonadas… otra vez.

Cuando hablo de “las tiendas de La Habana” me refiero a aquellas que casi estuvieron a punto de desaparecer –o de caerse a pedazos– en las calles Neptuno, Galiano, Belascoaín y Monte durante el “período especial” y tuvieron un reverdecer hace un par de años con la nueva ola de negocios privados (o “cuentapropistas”, según el eufemismo oficial).

Hace días estoy buscando cosas tan necesarias y elementales para una casa como una esponja para fregar, una fosforera para encender el fogón y un estropajito de aluminio para las cazuelas.

El año pasado la complejidad estaría en decidir entre la variedad de ofertas y precios: si una vulgar esponjita (de las tantas) en Neptuno, una más sofisticada (y más cara) en el mercado de 17 y K o la que me ofrecía el timbiriche de los bajos de mi casa, con la comodidad de no tener que caminar mucho.

Ahora la complejidad está en que no hay. Tras una decisión estatal –tan cuestionada como sin explicaciones lógicas– se borraron de un plumazo todas esas opciones y nos quedamos en manos, otra vez, de la ineficiente y escasa oferta de las tiendas del Estado, que pretende llamarse mercado.
 
Si de algo sirvió la referida decisión fue para demostrar –aunque ya lo sabíamos– que el problema no está en razones externas (léase bloqueo, aumento de precios internacionales, crisis mundial, etc.), sino en dejar el mercado minorista en manos de un aparato burocrático que no puede –ni le interesa– ser eficiente.

Algo sí me llamó la atención: en la entrada de todas esas tiendas, ahora vacías y abandonadas, chocas con alguien del local que te pregunta: “¿qué estás buscando?”. Al salir, decepcionado, vuelve la pregunta “¿qué buscas?”. Porque, al regresar a la inoperante tienda estatal, regresamos también al mercado negro. Más de lo mismo.

No somos nuevos en estas lides. Desde la tristemente célebre “ofensiva revolucionaria” de 1968 llevamos más de 45 años demostrando que esa no es la fórmula para desarrollar el mercado minorista. Cuando hace un par de años parecía que –¡finalmente!– habíamos aprendido la lección… volvimos atrás.

Lo que me pregunto es: ¿Cuántas personas habrán tenido que devolver sus licencias? ¿Cuánto dejó de ganar el erario público por motivo de impuestos a labores privadas y alquiler de locales? Nuestra prensa, tan dispuesta a llenarnos de numeritos, parece no estar interesada en hablar del tema.

Supuestamente se “rectificó” una mala aplicación de la política, pero… volvimos a tirar el sofá por la ventana. En lugar de regular la práctica para beneficio de todos (Estado, trabajadores privados, consumidores) se optó por prohibir. Y volvimos a la simulación, a la apariencia de “aquí no ha pasado nada”.

Más allá de las afectaciones económicas, tanto para el Estado como para los trabajadores, me pregunto: ¿sirvió de algo? ¿valió la pena?

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