Por: Alfredo Prieto
"Cincuenta años es suficiente", dijo a principios de septiembre de 2016. "El concepto de apertura hacia Cuba está bien". "Creo que está bien", repitió. Sin embargo, hizo un distanciamiento: "Pero debemos lograr un mejor acuerdo".
Es este, de entrada, uno de los problemas del pensamiento de Donald Trump, si se le puede llamar así. A menudo no suele tener definiciones claras y precisas. Usa y abusa de los tuits, espacios válidos para comunicar, pero que satura de mensajes simplistas y torpes que contrarían cualquier complejidad de lo político. En eso consiste, entre otras cosas, su aludida condición de outsider. Su estilo populista no es tan espontáneo como a menudo se asume: tiene gente detrás de la oreja. Y lo seguirá utilizando como hasta ahora, tanto para el muro como para botar a una funcionaria y descalificar a un juez federal, hablar de fraude o rechazar de manera enfática las encuestas que lo señalan como el presidente entrante más impopular en la historia moderna de los Estados Unidos.
Entonces no se sabía a ciencia cierta en qué consistía ese "mejor acuerdo". ¿Para quién o quiénes? --se preguntaban analistas y académicos. ¿Para el mundo empresarial norteamericano, en el que se supone sea un experto? ¿Para el interés nacional de los Estados Unidos? ¿Para los cuentapropistas cubanos, en expansión tras las reformas del General Presidente Raúl Castro? En cualquier caso, esas declaraciones estaban atravesadas por varias coordenadas, una de ellas sus conflictos con sectores dentro del GOP, para nada entusiasmados con la idea de que el hombre de la torre neoyorquina corriera como su candidato. Y, más en específico, con Marco Rubio y Jeb Bush --con los que cruzó varias lanzas en el torneo, algunas bastante fuera de lugar--, quienes se han opuesto siempre a cualquier cosa que se mueva o descongele de alguna manera la política hacia Cuba. Para decirlo rápido, Trump estaba, básicamente, en sintonía con el engagement.
Dicen algunos que las elecciones se parecen a las noches de ronda. A mediados de ese mismo mes, en un rally con sus partidarios en el Knight Civic Center, en Miami-Dade, dijo que revertiría la política hacia Cuba a menos que sus dirigentes permitieran libertades religiosas y liberaran a los presos políticos. Fue el primer anuncio concreto: liquidaría las órdenes ejecutivas de Obama, vistas como concesiones unilaterales. "El próximo presidente puede revertirlas, y eso es lo que haré a menos que el régimen de Castro cumpla con nuestras demandas". La clásica asimetría y los cabrones condicionamientos de una clase política, o de sectores dentro de esta, con demasiados problemas de memoria.
A fines de octubre se reunió con veteranos de la Brigada 2506. Para él, como para otros miembros de su partido, "el acuerdo había beneficiado a un solo lado". Volvía a subrayar así la idea de la unilateralidad, aunque --también como la otra vez-- a contrapelo de varias rondas de negociaciones que ya habían tenido lugar entre ambos países para abordar/resolver problemas de interés mutuo. Una lista que ahora incluye migración legal e ilegal, tráfico de personas, aplicación y cumplimiento de la ley, monitoreos sísmicos, áreas marinas protegidas, información meteorológica, búsqueda, salvamento y respuesta a derrames de hidrocarburos en el Golfo de México, entre otros temas. "Todos entendemos la seriedad de estas elecciones", dijo ante cámaras y micrófonos en un local de la calle 8, no lejos del restaurante Versailles. "Se decidirán muchas cosas en nuestro país durante los próximos cuatro años, incluyendo la dirección que vamos a tomar en nuestra política hacia Cuba (…). Lo que ustedes piden es correcto y justo. Los Estados Unidos no deben apuntalar al régimen cubano económica y políticamente, como lo ha hecho del presidente Obama y Hillary Clinton continuará haciendo a cambio de nada".
Entonces declaró a una emisora del sur floridano: "Vamos a tratar a la gente de Cuba bien, justamente debería haber un acuerdo, pero tiene que funcionar para todo el mundo. Castro tiene ahora la mejor parte de todos los acuerdos, han podido mantener esto durante mucho tiempo. Los Estados Unidos no han actuado bien en esto sino de manera muy tonta, parecen niños". Llegó incluso a descalificar a los diplomáticos y técnicos norteamericanos, marcando la línea distintiva: "Nosotros vamos a tener a verdaderos negociadores que hablarán de libertades civiles y de las cosas que hay que hablar, eso es lo que queremos". Esta parte estaba clara. Pero quedaron dos bastante imprecisas: "tratar bien" y "para todo el mundo".
Con la muerte de Fidel sobrevino otro timonazo. Para empezar, arremetió contra la bestia negra. Como Sadam Hussein. Como Muammar Khadaffi (para muchos, dentro y fuera de su partido, Vladimir Putin también forma parte de esa lista; para Trump, no). "¡Fidel Castro está muerto!", tuiteó a las 5.30 am del 26 de noviembre. Y después se explicó a sí mismo echando mano a un argumento que, aparentemente, había dejado en el tuitero en aquel principio: "el legado de Fidel Castro es pelotones de fusilamientos, sufrimiento inimaginable, pobreza, y negación fundamental de los derechos humanos". Y se montó en el corcel del Gulag tropical con la armadura de la Guerra Fría: "mientras Cuba siga siendo una isla totalitaria, es mi esperanza que el día de hoy marque una movida que la aparte de los horrores que han durado mucho tiempo, y hacia un futuro en el que el maravilloso pueblo cubano pueda empezar finalmente su viaje hacia la prosperidad y la libertad". Y lo reiteró una vez más: "Revertiré las órdenes ejecutivas de Obama y las concesiones a Cuba hasta que las libertades sean restauradas".
Dos días después, el 28 de noviembre a las 6.02 am, otro tuit: "Si Cuba no quiere hacer un mejor acuerdo para el pueblo cubano, el pueblo cubano-americano y los Estados Unidos como un todo, terminaré el acuerdo". No dice que lo va a tumbar indefectiblemente --aunque condicione su existencia. Y ahí está el detalle. Cualquiera podría suscribir la idea de que en una negociación ambas partes siempre quieren lograr mejores acuerdos. La cuestión, sin embargo, es que no se explicita: el mensaje es, cuando menos, anfibológico. Además, concentrándonos por ahora en su propio terreno, el pueblo cubano-americano no es un monolito, como tampoco el norteamericano. Según una encuesta de FIU de septiembre de 2016, la mayoría de los cubano-americanos se oponen al embargo (63%), y en los comprendidos entre 18 y 59 años el guarismo se eleva al 72%. Y también favorecen las relaciones económicas con Cuba (57% en general y 90% de los nuevos emigrantes). Similarmente, las mediciones a nivel nacional vienen marcando de un tiempo a esta parte una tendencia creciente a la aprobación de las relaciones y vínculos comerciales. Una de CBS/New York Times, implementada durante la visita de Obama, arrojó que 6 de cada 10 norteamericanos aprobaban la nueva política, y que el 62% pensaba que la relación comercial sería mayormente beneficiosa para los Estados Unidos.
En este sumario inventario de tuits y declaraciones están contenidas, de algún modo, las tres caras de Eva de esta administración en cuanto a política hacia Cuba se refiere. Con una importante salvedad a la hora de cualquier análisis: esta no puede limitarse a su componente discursivo, toda vez que la modulan/modifican factores como los partidos, el Congreso, los grupos de cabildeo, el poder judicial y la opinión pública, entre otros. De cualquier manera, valdría la pena intentar caracterizarlas.
La primera, que llamo la ortodoxa, la encarna el vicepresidente Mike Pence. "Cuando Donald Trump y yo estemos en la presidencia, vamos a revertir las órdenes ejecutivas de Barack Obama", dijo ante un grupo de republicanos, prometiendo mantener el embargo/bloqueo a partir de la misma lógica de a menos que. Sus records de votación en la Cámara de Representantes sobre Cuba son todos consistentes con la línea de apretar la tuerca.
La segunda, la ecléctica, la representa el secretario de Estado Rex Tillerson, a juzgar por sus declaraciones ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Si lo ratificaban --aseguró-- continuaría el engagement con Cuba, "pero presionando la reforma de su régimen opresivo". Y: "si soy confirmado, presionaré para que Cuba cumpla su compromiso de convertirse en más democrática y consideraré poner condiciones (en términos de) políticas de comercio y viajes para motivar la liberación de los presos politicos". Ambas distinciones sin embargo casi se quiebran de puro sutiles: ahí mismo se pronunció por "revisar cuidadosamente" los criterios por los cuales Cuba fue sacada de la lista de países promotores del terrorismo. Y también dijo: "nuestro acercamiento reciente con el gobierno cubano no estuvo acompañado por concesión alguna en derechos humanos". Por último, aconsejaría al Presidente vetar cualquier medida contra el embargo.
La tercera, la amable, la protagoniza el abogado Jason Greenblatt, ex vicepresidente ejecutivo de la Organización Trump y ex funcionario-jefe legal. Nombrado por el presidente en enero como Representante Especial de los Estados Unidos para Negociaciones Internacionales. De acuerdo con Jewish Business News, lo designó para ocuparse "del proceso de paz israelo-palestino, las relaciones con Cuba y acuerdos comerciales". Según un reportaje de la revista Newsweek, estuvo por primera vez en la Isla a finales de 2012 o principios de 2013, junto a Larry Glick, vicepresidente ejecutivo para el desarrollo estratégico de la Organización Trump, Edward Russo, su consultante medioambiental, y Ron Lieberman, otro de sus técnicos. Las dos palabras claves son aquí hoteles y campos de golf, estos últimos polémicos cursos de acción del gobierno cubano, recogidos en uno de los Lineamientos y hasta ahora concretados en proyectos con inversionistas británicos, chinos y españoles. Aunque por razones obvias, a su regreso a los Estados Unidos todos los hombres del Presidente guardaran silencio o camuflaran sus viajes prospectivos con actividades como "bird-watching" y "checking out some habitants", algo que bien pudo haber figurado en la afilada mira de Jon Stewart, el humorista político del programa televisivo The Daily Show.
En Greenblatt concurren ciertas circunstancias. En primer lugar, sus orígenes. "Somos de herencia cubana, nuestro abuelo nació y se crió allá", confesó. En segundo, su promoción de los contactos bilaterales, sobre todo --aunque no solo-- entre adolescentes y jóvenes. "Estamos buscando formar conexiones más profundas con adolescentes cubanos por la vía de la comunicación, y por compartir experiencias y vínculos", posteó una vez respaldando, de hecho, la política people-to-people y los viajes a Cuba. "Una oportunidad para gentes que viven tan cerca, y sin embargo tan distantes, de reunirse de manera inspiradora". En 2014 escribió en InspireConversation --un blog creado por él mismo para fortalecer los vínculos entre padres e hijos menores de edad-- que la alocución de Obama sobre el restablecimiento de relaciones con Cuba abría "un tiempo fascinante en la historia". Finalmente: "Mi filosofía, tanto en los negocios como en la vida, es que unir a las gentes y trabajar por unirlas es el camino más fuerte para alcanzar el éxito".
Con la llegada al poder de la nueva administración, no hubo pronunciamientos oficiales sobre el tema hasta el pasado 3 de febrero. Respondiendo a la pregunta de una periodista de la NBC de Miami, el secretario de Prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, declaró que estaban en un proceso de revisión completa (full review) de todas las políticas hacia Cuba, y que los derechos humanos estarían en el centro.
¿Cuál Trump? ¿El multimillonario hombre de negocios o el político? --eran las interrogantes antes de que se sentara en la Oficina Oval de la Casa Blanca con sus nuevas cortinas doradas al fondo. Imprevisible en efecto sobre un podio, pero desde su misma toma de posesión la diferencia entre lo pintado y lo vivo es tan fina que prácticamente no existe. La Biblia lo dice: "por sus obras los conoceréis" (Mt 7,15-20). Obamacare. Muro con México. Salida del Acuerdo Transpacífico. Revisión del NAFTA. Anuncio, de hecho, de una posible guerra comercial con el vecino del Sur, uno de los principales socios comerciales de los Estados Unidos. Políticas antinmigrantes y antirefugiados a partir de una definición peculiar de la seguridad nacional. Un politólogo lo caracterizó de la siguiente manera: "un tren descarrilado que desafía nuestras nociones de gobierno, tal y como las conocíamos hasta hoy". Los profesionales de la Psicología aportan otro ángulo: un individuo que padece una enfermedad llamada Desorden de Personalidad Narcisista, rodeado de ideólogos y raptors cuya función no consiste, en rigor, en asesorar al Presidente, sino en otra cosa --aunque estén plagados de contradicciones internas.
Con estas trazas, se impone ahora otra pregunta: ¿resultará suficiente la cantidad de cemento que le echaron a la relación ambos gobiernos antes de la salida de Barack Obama?
¿Cómo será --siguiendo una tonada de Willy Chirino-- cuando anuncien el full review?
Que levante la mano la guitarra, dice otra de Silvio.
Miami, 8 de febrero de 2017
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