jueves, 7 de junio de 2018

El sector privado, ¿enemigo?

Por: Oniel Díaz
Hace unos días, la revista de cultura cubana La Jiribilla publicó el artículo "¿Bombas de tiempo millonarias en Cuba?" firmado por Luis Toledo Sande. En este material, el autor abordó el peligro que puede representar para la Revolución y la construcción del socialismo en Cuba la existencia de un sector privado sin regulaciones ni control de algún tipo.
Esta cita del texto en cuestión resume su tesis central: "Pensar que no se debe poner límites al enriquecimiento, o al menos controlarlo, supone abogar por una libertad de empresa que no llevaría a tener un sector privado que, además de obtener sus ganancias, sirva al desarrollo del país con afán socialista".
Si bien esta preocupación es totalmente verídica, discrepo en varias cuestiones argumentadas por el autor. La fórmula "control, exigencia y disciplina", única opción de política hacia el trabajo por cuenta propia, que se repite hasta el cansancio y que se asume en la publicación, ha demostrado su insuficiencia para hacer que el país se ponga en la línea de arrancada de la carrera hacia el desarrollo.
Abordar el fenómeno del sector privado en Cuba desde una arista política, requiere considerar adecuadamente las condiciones reales del mundo en que vivimos y no de aquel en el que creemos vivir.
Insistir a esta altura en desconocer la aspiración de las personas a prosperar y a tener mejores condiciones de vida, es, precisamente, un craso error político. El artículo falla en ese sentido al afirmar que "…sería ingenuo imaginar que quienes se hagan de negocios particulares estarán pensando primordialmente en asegurar la construcción del socialismo y no en fomentar sus ingresos personales o familiares".
La preocupación de asegurarse la vida y prosperar está presente en todos y cada uno de los habitantes de este planeta. ¿O los trabajadores de nuestras empresas estatales concurren a sus deberes laborales únicamente por vocación socialista? ¿Optaría entonces el autor por eliminar los salarios para contribuir al ahorro nacional? Estoy seguro de que no. Es hora de que, sin convertirlos en nuestro credo, se acepte que el interés y las necesidades materiales de las personas son fuerzas que operan en nuestra sociedad.
El problema a enfrentar en Cuba en cuanto a la economía de mercado no es la existencia de un sector privado que haya copado los espacios políticos imponiendo su agenda por encima de intereses nacionales ni que conspire con intereses foráneos para subvertir el orden interno. Mucho menos que haya ocurrido un proceso de privatizaciones al mejor estilo neoliberal. Si tenemos un sector privado con los defectos que todos conocemos es porque no hemos sido capaces de garantizarle un marco legal y condiciones que, además de establecer las lógicas restricciones, defina reglas de juego claras y que fomenten su desempeño saludable.
Por supuesto que las cosas no son tan sencillas; persisten contradicciones reales de la economía nacional que son difíciles de resolver. Pero en el fondo yace un hecho: no se termina de asumir al sector privado como un actor económico de grandes potencialidades y que tiene que mucho por aportar.
Mientras no se supere el criterio de que el cuentapropismo es válido únicamente como mecanismo para generar empleo y para liberar al Estado de cuestiones de importancia menor, no podremos avanzar.
La toxicidad de una economía de mercado libérrima está más que demostrada. Pero igualar en el debate a las gigantescas transnacionales con las pequeñas empresas y los cuentapropistas es una exageración. Las últimas siguen siendo las fórmulas organizativas de producción más extendidas, y son protegidas en varios países. Se pueden mencionar como ejemplos, además de China y Vietnam, no pocas naciones de nuestra área e incluso con gobiernos progresistas o de izquierda.
La CEPAL, organismo internacional que Cuba preside desde hace unas semanas, tiene investigaciones y recomendaciones políticas claras de cuánto pueden las pequeñas empresas y los trabajadores autónomos contribuir al desarrollo, la prosperidad, y cómo emplearlas para disminuir brechas de desigualdad.
Hay que saber mirar hacia el exterior sin complejos y estar dispuestos a aprender de cualquier experiencia valiosa. Contrario a esto, Toledo Sande no reconoce los resultados de China y Vietnam en su tratamiento a la economía de mercado ya que el modo de producción asiático "es tan ajeno a la cultura del país como la realidad sueca (…)".
¿De dónde salió el socialismo que adoptó como modelo este país? ¿Acaso tenía Cuba en 1961 alguna similitud con la Alemania del siglo XIX o la Rusia zarista? El conocimiento humano, la mayor riqueza que hemos creado como especie, se construyó sumando e integrando los aportes de las diferentes civilizaciones que han poblado el planeta a lo largo de su historia.
En cambio, en el debate se prefiere oponer al sector estatal y el privado al afirmar que "…no basta que numéricamente la propiedad social sea básica: es indispensable que resulte eficiente y que la privada no le pase por encima ni en los hechos ni a nivel simbólico".
Esta filosofía de la "competencia" no es saludable para Cuba y resulta totalmente estéril. Ni la empresa estatal es necesariamente igual a socialismo, ni la empresa privada es el epítome del mal.
Que las industrias estratégicas permanezcan en manos del Estado no contradice la necesidad de que ambos sectores se integren para impactar en el crecimiento y desarrollo de este. Esa debería ser la principal preocupación, cuidando especialmente que los grupos sociales más desfavorecidos se beneficien también.
Un elemento inexacto de los críticos cubanos del papel del mercado, y que emplea Toledo Sande en su análisis, es vincular la desaparición de la URSS a las reformas orientadas hacia el mercado que se realizaron en ese país durante la Perestroika. Ese proceso no puede simplificarse de esa manera. Las causas del desastre fueron más diversas, algunas de las cuales, por cierto, también llevan años reproduciéndose lentamente en nuestro país.
Sin apego a lo sucedido en la URSS, se intenta establecer que los pequeños empresarios fueron los que se repartieron el enorme aparato empresarial soviético y causaron el derrumbe. Nada más lejos de la verdad.
Quienes se erigieron de un día para otro como poderosos empresarios multimillonarios fueron los burócratas, los directivos "socialistas" y toda una pléyade de funcionarios que de ser defensores de una sociedad proletaria pasaron a ser típicos capitalistas. De este hecho, el autor extrae una conclusión incorrecta. Al sector privado no hay que controlarlo por este motivo, porque los que se repartirían el país si se diera una transición capitalista en Cuba no están en la paladar de la esquina, ni detrás del volante de un almendrón. Esto es algo que el autor de "Bombas…" sabe muy bien.
Espero que una afirmación tan inexacta no tenga la intención de levantar sospechas contra las personas de altos ingresos. Este es otro camino políticamente errado. Visibiliza además una contradicción: ¿Preferimos a los "ricos" extranjeros? ¿A ellos sí les damos garantías y condiciones para abrir sus negocios? ¿Acaso no opera en esos casos la plusvalía extraída del trabajo de sus empleados cubanos? ¿El sector privado cubano es una bomba de tiempo contra el socialismo, y a nuestros capitalistas proveedores extranjeros les agradecemos la confianza cada año en la Asamblea Nacional por esperar a que cumplamos el pago de nuestras deudas?
Es antipatriótico y un motivo de vergüenza nacional que se prefiera contratar a una empresa extranjera cuando se puede obtener el mismo servicio a través de un cubano trabajando por su cuenta, o incluso mediante otra empresa estatal. Hay casos de sobra para sostener esta afirmación.
Urgen coherencia y pragmatismo en Cuba. No hablo de dirigir el país con parámetros técnicos como si fuera una empresa. Pero hay que desterrar el "subjetivismo politicista" como refiriera el Dr. Oscar Fernández en un comentario enviado a La Jiribilla con motivo de "Bombas…" para referirse al daño que nos ha hecho y nos sigue haciendo la subestimación de las ciencias y realidades económicas.
Tal parece que ha surgido en el último año un miedo atroz al desarrollo del sector privado y cooperativo en Cuba. Quienes los critican como herramientas ineficaces para Cuba, ¿qué tienen que ofrecer como alternativa? ¿Cincuenta años más de centralización excesiva y tirar por la borda los lineamientos y la conceptualización del modelo económico que le ha costado años de discusión a este país? ¿Ampliar con fuerza el experimento de las cooperativas no agropecuarias? ¿Propondrán fórmulas que vayan en la dirección de socializar verdaderamente las empresas estatales, donde los trabajadores elijan a sus directivos y puedan decidir realmente sobre todos los asuntos de las empresas?
No se trata de entregar el país a las leyes del mercado, sino de usarlas. Si Toledo Sande dice con razón que las leyes de la plusvalía existen en Cuba y que no se pueden ignorar, hacerlo con las leyes del mercado puede tener también consecuencias catastróficas.
Si queremos sacar a Cuba del hoyo económico en el que está, tendremos que aprender a dominar las fuerzas del mercado de la misma manera en que los humanos aprendieron a dominar el fuego hace millones de años.
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El artículo que dió origen a esta respuesta:
¿Bombas de tiempo millonarias en Cuba?
Luis Toledo Sande • Cuba          

Hay quienes en Cuba no toleraban oír hablar de la propiedad privada, y ahora estiman desatinado hacer críticas o expresar preocupaciones, por leves que sean, sobre peligros que podrían darse o se dan en ella. Alguien ayer abanderado, sin matices, de la propiedad social, puede hoy abogar apasionadamente por el fomento de la privada para eliminar escollos asociables con la prolongación de la Ofensiva Revolucionaria de 1968.

Tales reacciones no salen del aire. Restablecer formas de propiedad privada como las interrumpidas aquel año, y acaso otras, se ha considerado insoslayable para evitar el agotamiento de una centralización que se había valorado como necesaria. La economía reclama mayor dinamismo, eficiencia, pero sin entregar el país a las leyes del mercado. Estas, dejadas de la mano, conducirían a un tipo de sociedad que ni de lejos sería la equitativa por la que Cuba ha hecho grandes esfuerzos y sacrificios.

Todo eso estará claro en el pensamiento con que —Partido, Estado, participación popular mediante— la nación se ha planteado alcanzar la solvencia necesaria para que el país sea vivible y no se asfixie en una resistencia sin salida. No obstante, si se pone el oído a la vida, se perciben señales o pruebas de que alcanzar ese logro vital sin sucumbir al pragmatismo economicista del capitalismo puede ser un deseo mayoritario, pero no necesariamente unánime, ni tendría por qué serlo.

El asunto es complejo, y Cuba no puede ni ha de aislarse del mundo; pero ¿debe por eso confiar el futuro socialista que busca a formas de capitalismo de Estado o del modo de producción asiático? En el nombre del primero el núcleo es capitalismo, y el segundo, aunque se actualice, es tan ajeno a la cultura del país como la realidad sueca u otras marcadas por una socialdemocracia que se concibió para cerrar puertas al socialismo que parecía erigirse en la euroasiática URSS y en algunos territorios europeos.

Acaso conceptos claros y controles eficaces no sean suficientes, pero sí indispensables si se quiere edificar un socialismo plenamente participativo, con el pueblo en el centro de las decisiones, para no perder el rumbo de una Revolución cuya esencia radica en haber sido y ser hecha por los humildes, con los humildes y para los humildes. Las excepciones pueden ser luminosas, pero son minoritarias.

Que lo planeado como una cooperativa municipal pase a ser una empresa privada con sucursales desde Guantánamo hasta Pinar del Río puede acarrear males de difícil reversión, o sin retorno. La influencia del despropósito aumenta si la entidad no produce presillas para tendederas, sino algo tan vital como viviendas, tarea con serios déficits acumulados y de la cual el Estado no debe desentenderse. Siempre serán útiles las rectificaciones necesarias. Pero frente a males mayúsculos poco valdrían autocríticas y lamentaciones. El dueño de la exitosa empresa se las arreglaría, y recursos no le faltarán, para tener testaferros que, enmascarados como presidentes de cooperativas territoriales más o menos “modestas”, den la cara por él.

¿Es fácil lograr controles perfectos, invulnerables, e impedir que surjan millonarios? Cabe suponer que no lo es. Por eso mismo se requiere aplicar las medidas prácticas más eficaces, no solo para que no surjan monstruos, sino incluso para que también los réditos de las entidades que cumplan las leyes se reviertan de veras en la sociedad, según lo establecido. Con ese fin se ha creado un sistema de impuestos que seguramente podrá perfeccionarse. Pero sería ingenuo imaginar que quienes se hagan de negocios particulares estarán pensando primordialmente en asegurar la construcción del socialismo, y no en fomentar sus ingresos personales, o familiares.

Como en otros tiempos, en el nuevo sector privado puede haber y habrá patriotas que no han renunciado ni renunciarán a los grandes ideales de la Revolución, y estén dispuestos a seguir defendiéndola hasta con las armas si fuera necesario. Ahora bien, no hace falta negar esa posibilidad, o realidad, para saber que la base del proyecto socialista radica en la propiedad social bien entendida, ni para saber por qué el imperio como sistema —no solo un “mago” suyo como el “encantador” Barack Obama— apuesta por ese sector y proclama que únicamente en él tiene Cuba personas emprendedoras, y soluciones.

Para impedir descarrilamientos no basta la propaganda enfilada a sustentar valores y a decir que aquí el socialismo —aún en construcción, y con tremendos obstáculos que vencer— es irreversible, y el capitalismo no podrá volver jamás. Aunque todo eso está muy bien como reclamo de rumbo y defensa del deber ser, la experiencia internacional muestra que no cabe confiar en supuestas irreversibilidades como si fueran un hecho fatal, inevitable, designio de dioses. Junto con la propaganda bien intencionada, y sustentaciones de los más altos ideales, se requieren mecanismos que de veras funcionen como se desea y se necesita que hagan.

Lucidez y prevención resultan indispensables, pero estarán inseguras si entre los seres humanos encargados de cuidarlas no priman la ética, la disciplina y la honradez. Sería incauto suponer que estas se hallan del todo garantizadas cuando no faltan indicios de desorden y comportamientos aberrantes, para no hablar de escandalosos actos delictivos probados. Estos, aunque no suela informarse sobre ellos en la prensa tanto como se debería, son la expresión más ostensible de violaciones desarrolladas al amparo de una insuficiente asunción de lo que significa la propiedad social, a veces entendida como una entelequia que no le pertenece a nadie o es patrimonio del Estado, no del pueblo.

Para que la redistribución social de las ganancias se distorsione, o naufrague, basta el relajamiento más o menos generalizado, aunque fuese a bajos niveles, del orden, la convivencia y la legalidad. El mal se agrava si actúan unos cuantos —¿pocos?— inspectores venales y otros agentes del orden que, en lugar de cumplir sus funciones, las supediten al logro de ganancias y prebendas inmorales. Por ese camino proliferan la defraudación del fisco y pueden darse casos en que, si lo establecido y legal es, digamos, la tenencia de un solo restaurante, alguien se las amañe para ser dueño de varios establecimientos de ese tipo, y de otros, como hoteles, y quién sabe cuántos más.

Pensar que no se debe poner límites al enriquecimiento, o al menos controlarlo, supone abogar por una libertad de empresa que no llevaría a tener un sector privado que, además de obtener sus ganancias, sirva al desarrollo del país con afán socialista. Se fomentarían propietarios privados que acabarían teniendo una influencia social y económica contraria al fin de construir el socialismo. Ese es un propósito para el cual no basta que numéricamente la propiedad social sea básica: es indispensable que resulte eficiente y que la privada no le pase por encima ni en los hechos ni a nivel simbólico.

La escasa o nula inclinación de Fidel Castro a la aparición de ricos —no ya de millonarios como los que van surgiendo— no era cuestión de manual, sino voluntad práctica de prevenir males. Uno de ellos, y no el menor, sería la imagen de prosperidad dable a la vía privada en menoscabo de la social, vistos los hechos desde el egoísmo. A lo que el desequilibrio representaría simbólicamente, se añadiría en los hechos el influjo deformante de lo que puede recibir distintos nombres, pero equivaldría a comprar conciencias, por los “favores” que el rico puede prestar a quienes le rodean, y por el deseo de emularle que su nivel de vida incentive en otros que no han llegado a ser ricos, pero lo añoran. Máxime si los salarios en el sector social son insolventes.

Hace poco, de visita el autor de este artículo en un pueblo de cuyo nombre sí quiere acordarse, pero no viene al caso mencionarlo porque tal vez no sería un caso aislado, los candidatos a diputados por el territorio al Poder Popular fueron recibidos con cordialidad, esperanzas y euforia justificadas. La mayor aportación para el recibimiento —un lechón asado— no fue obra del colectivo, sino de un propietario rico que, a su vez, es delegado de su circunscripción. No hay por qué negarle el derecho a serlo, y llevar a cabo en ello una buena labor, ni escatimarle el reconocimiento de buenas intenciones; pero hechos e imágenes tienen su propio valor en la realidad, en la vida.

A lo largo del país el enriquecimiento de un propietario de finca—terrateniente, aunque no sea latifundista— puede haber venido de tierras otorgadas por el Estado, incluso por la vía de la fundacional Reforma Agraria, que no se concibió para fomentar desigualdades, sino para erradicar o mermar las que existían, y prevenir otras. Además, no todos los ricos se hallan en el sector agrícola, que tampoco se libra forzosamente de las generalidades, y el enriquecimiento puede proceder de varias fuentes, no siempre de la consagración al trabajo y de ganancias bien habidas.

Entre dichas fuentes figura la explotación de unos seres humanos por otros, realidad medularmente opuesta a los ideales socialistas, pero que ocurre siempre que alguien medra con la plusvalía extraída del trabajo ajeno. Eso no lo impide el mero hecho de que alguien entusiasta y bien intencionado quiera suponer que Cuba es un caso tan particular que en ella no funcionan las leyes de la historia y de la economía. Estas son palmarias y actúan aunque no se les quiera tener en cuenta ni se mencione el marxismo. Acaso operen con mayor fuerza cuando se incurre en omisiones tales.

Y hay otras fuentes posibles, o comprobadas, de enriquecimiento. Dos pueden guardar especial relación entre sí: una, aludida ya, es la ineficiencia —que no es inevitable, sino a menudo fruto de errores y desidias— de la propiedad social; otra, la corrupción, las malversaciones, la pérdida de lo que debería llegar al erario público para beneficio ciudadano, y toma otro camino. Como si todo eso fuera poco, nada autoriza a ignorar que entre las vías para hacerse rico en Cuba puede hallarse el dinero recibido del exterior, y no precisamente de un reservorio creado, en Marte, para financiar la equidad en el planeta Tierra.

Vale recordar lo sucedido en lo que fueron la Unión Soviética y el campo socialista europeo. De la corrupción surgieron en esos lares mafias que calzaron fruitivamente —ni siquiera furtivamente en todos los casos, sino quizás ante la vista pública— el desmontaje del socialismo y la suplantación de este, desde dentro, por la maquinaria capitalista. En ningún lugar se debe decretar que tales deformaciones sean imposibles. Tampoco en Cuba, aunque exista el firme propósito de impedir que ocurran.

Este país, que está rodeado por un entorno mundial capitalista, viene de un capitalismo dependiente contra el cual unas décadas de afán socialista pueden no blindar lo bastante el triunfo deseado. Téngase especialmente en cuenta que sus relaciones con el exterior incluyen de manera descollante, y traumática, la hostilidad de una potencia imperialista vecina que apuesta por aplastarlo y borrar de la faz de la tierra el “mal ejemplo” que él viene dando al mundo desde 1959.

Nada de eso puede desconocer Cuba, ni siquiera por la creencia de que esta nación ha tomado un camino del cual no hay fuerza alguna capaz de desviarla. Salvo que, por su excepcionalidad, real o supuesta, le nazcan millonarios y millonarias que, dados con vehemencia a estudiar a fondo El manifiesto comunista, La historia me absolverá y los documentos del Partido, abracen como la pasión de su vida construir el socialismo. Pero ¿hay por qué contar con que así sea? ¿No sería aconsejable más bien tener presente la propia historia de la nación, en caso de que no se quisiera mirar al mundo?

Cuba viene de una trayectoria en la cual el independentismo halló inicialmente líderes surgidos del seno de la opulencia, con mayor o menor grado de crisis, o sin ella, y al final de la Guerra de los Diez Años lo representaban y defendían básicamente patriotas ubicados en sectores de menos recursos económicos, pobres incluso. Así, radicalizándose, llegó esta nación a la gesta de 1895, y a la etapa de luchas que, iniciada en 1953, le abrió en 1959 el rumbo que la ha traído hasta hoy.

Si para la Cuba de su tiempo halló Martí la palabra de pase en crear, José Carlos Mariátegui entendió el socialismo como un acto de creación heroica. Que los toros sean indóciles, no será razón para ignorarlos, sino para agarrarlos por los cuernos y tratar de que no funcionen como bombas de tiempo contra el socialismo.

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