Por: Alfredo Prieto
Según Alejo Carpentier, el español que llega al Nuevo Mundo no es un hombre del Renacimiento. Tipo segundón, sin herencia ni fortuna, transpira y vehicula el imaginario de la Contrarreforma. No tiene como referente, si alguno, a Erasmo de Rotterdam, sino a San Ignacio de Loyola. Convencido de su Verdad, la única posible, se dedica entonces a lo previsible. En su nombre practica la intolerancia, construye su catedral encima del Templo Mayor e impone sus convicciones y cultura. Excluye y margina: la diferencia no tiene, de ninguna manera, derecho a un lugar bajo el sol. También practica la pureza, empezando por la de la sangre, un bluff muchas veces levantado sobre bolsas de maravedíes destinadas a limpiar ancestros. Y expulsa de sus dominios a quienes no comulguen con su credo, enviándolos afuera, a la lejana Ceuta o, con suerte e influencias, a la Universidad de Zaragoza.
En Cuba tenemos ese tipo de españoles. El reconocimiento del gobierno cubano como un actor legítimo, y la negociación en términos de igualdad y reciprocidad --dos de los rasgos distintivos del proceso de normalización de relaciones con los Estados Unidos, hoy interrumpido--, no fue para ellos, en modo alguno, motivo de celebración. Convirtieron el hecho en un ejercicio de barricada; y lo que debió haber sido fiesta o jolgorio lo transfiguraron en una suerte de funeral con tulipanes negros. Cuando se les escuchaba, sonaban como las tubas de Tchaikovski, no como el flautín de Lennon y McCartney en "Penny Lane", mucho mejor para acompañar nuevos desafíos. Cuba, sin embargo, los ha estado enfrentando con éxito desde sus orígenes como nación.
Una de sus prácticas predilectas proviene del nominalismo: lo que no se verbaliza, no existe. Si, por ejemplo, viajar a la Isla se pone de moda en los Estados Unidos, no le dan (o casi no le dan) visibilidad social a personalidades como Usher, Smokey Robinson, Madonna… El procedimiento estándar consiste en confinarlos en sus predios, aplicarles la lógica del Quijote: "mejor es no menearlo". Fábrica de Arte, Casa de la Música, Hotel Saratoga, algunos contactos sociales puntuales. No mucho para el público en grande. Y poco o nada dicen sobre el impacto de esas interacciones culturales y humanas a su regreso a los Estados Unidos, que en muchísimas ocasiones funcionan como un boomerang. Les aplican la expresión clásica: "bajo perfil". La prensa extranjera los reporta; la cubana, si acaso, solo en esos términos. Llega entonces la hora del absurdo: acudir a Internet para enterarse de lo que hicieron en La Habana o al Paquete para ver, digamos, un desfile de modas en el Paseo del Prado que para la prensa cubana nunca existió.
El problema radica, al menos en parte, en dar como válidas las presunciones de una política que, como todas, se basa en constructos. Uno consiste en propagar alto y claro la idea de que los norteamericanos que viajan a Cuba son "los mejores embajadores de nuestra política y nuestros valores", algo que no se sostiene en una sociedad donde la diversidad y la contradicción son norma. En este caso, tal vez valdrían la pena preguntas como las siguientes: ¿Los valores conservadores? ¿Los liberales? ¿Los de Donald Trump? ¿Los de Bernie Sanders? ¿Los de la izquierda norteamericana? ¿Los de gays, lesbianas, la comunidad LGTB? Ni la libre empresa, ni el libre mercado, ni las libertades individuales --incluyendo la de expresión y la democracia--, son en los Estados Unidos templos universalmente concurridos, y sin embargo esos españoles, como Timba, caen en la trampa.
También pueden volverse de vez en cuando contra publicaciones on line, movida destinada a la aceptación acrítica de la idea de que todos los gatos son pardos. Han llegado incluso a urdir una "cronología", batido en el que se acusa hasta el totí de formar parte de un engranaje para lograr, al fin, el cambio de régimen. Para seguir con imágenes felinas, en este texto lo usual consiste en dar gato (opiniones) por liebre (hechos). Para los periodistas, reservan su mejor argumento acusándolos de cobrar por sus colaboraciones, práctica estigmatizada aun cuando el financiamiento no provenga de fuentes oficiales como la USAID. Las amenazas de despedirlos de sus empleos vuelan si se empeñan en hacer lo que, lamentablemente, no pueden hacer en los medios oficiales, aun cuando estos lleguen a vestirse de colores: un periodismo de ideas, no de consignas. Los españoles y los soviéticos funcionan con certezas; las dudas y cuestionamientos les producen urticarias.
Asimismo, expulsaron de su cátedra a un joven profesor de Derecho cuyo izquierdismo le viene prácticamente de los genes, dejaron sin trabajo a un periodista radial holguinero por colgar en su bloc personal las palabras de la subdirectora del órgano oficial del Partido en un evento, y hasta llegaron a acusarlo de tener segundas intenciones y de promoverse a sí mismo para poder hacer su carrera en Miami, el típico modus operandi a fin de estigmatizar al otro y dejarlo fuera del juego.
Igual la emprendieron contra un periodista uruguayo, insertado de larga data en la cultura cubana y conocedor de las realidades nacionales, con independencia de que no siempre se esté de acuerdo con todo lo que escriba o diga --esto es lo natural, no una anomalía--, ni con sus percepciones y representaciones sobre la variedad de asuntos que aborda en sus textos, algunos muy complicados como para dirimirlos en una columna, riesgo del oficio en cualquier tiempo y lugar. Aquí la movida fue tan abierta como mostrenca. Primero se vistieron con los colores del PRI: llegaron a pedir su expulsión del país, como si se tratara de un asunto de seguridad nacional o de sexo con menores de edad en el Parque de la Maestranza. Después un corifeo de muy bajo costo rebasó cualquier límite de decencia apelando desde la oscuridad a romperle los dientes ("¡Múdate de país o habla fino!, recuerda que a tu edad los dientes no vuelven a salir y los implantes de piezas dentales son carísimos"). Por último, por H o por B no le renovaron su condición de corresponsal extranjero (los de flauta, dicen pito, y los de pito, flauta).
Pero el componente soviético-estalinista acciona también en estos españoles como el musguito en la hiedra. Los problemas del país siguen estando ahí mientras el barco de los medios continúa a la deriva. En lugar de prescindir del modelo autoritario-verticalista y de remplazarlo por prácticas comunicacionales horizontales y participativas, lo siguen reforzando. Eduardo Galiano lo escribió una vez: "la Revolución cubana es una obra de este mundo, pero con una prensa que a veces parece de otro planeta y una burocracia que para cada solución tiene un problema". Evidentemente, ese esquema mediático resulta hoy más disfuncional que nunca ante el impacto de las nuevas tecnologías, llegadas para quedarse y extenderse. Antes, ese modelo tenía el poder de determinar qué era la realidad; ya no.
"Entre nosotros quedan muchos vicios de la Colonia", escribió José Antonio Ramos en 1916 refriéndose a España. Pero también, hoy, de la Unión Soviética. Es como para levantarse con una pregunta romana en la cabeza: Quosque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?
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