En la segunda mitad de agosto tuve la oportunidad de participar, como co facilitador, en la primera capacitación a hombres homosexuales sobre “Diversidad sexual y derechos humanos”, con el auspicio del CENESEX y la organización canadiense EQUITAS, especializada en educación en derechos humanos.
Durante sus 9 encuentros, con la metodología participativa, se pudo debatir intensamente sobre diversidad sexual y sus categorías; homofobia, estigma y discriminación; derechos humanos, sus principios y su vinculación con los derechos sexuales y reproductivos; además de profundizar en la historia del movimiento de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transgéneros (LGBT) en el mundo y sus manifestaciones en Cuba.
Esta fue mi primera experiencia en “educación participativa” y valoré mucho la forma entretenida que logra para organizar nuestros pensamientos, con el fin de profundizar en el conocimiento. Sin dudas es la metodología ideal para este tipo de intercambios, pues no se basa en lo que uno está acostumbrado a hacer –dar conferencias y que el público te escuche, con el riesgo de que alguien se quede dormido–, sino en la que todos participamos y aprendemos, desde nuestras respectivas experiencias.
Pero lo más importante es que, entre todos, se creó un espacio de intercambio que teníamos que ocupar, con la utilidad de armarnos de conocimientos teóricos para enfrentar la batalla por nuestros derechos, desde una perspectiva “gay”. Uno de los resultados principales, por decisión de todos los participantes, fue crear el grupo “Hombres por la Diversidad” (HxD), un espacio de reflexión permanente con un plan de acción específico y objetivos, que se definirán en breve.
Independientemente de estar centrado en las masculinidades, el grupo deberá rebasar esos límites y extenderse a más personas de la comunidad LGBT o solidarias con el respeto a nuestros derechos. Cuantos más, mejor, porque eso significa que iremos ganando en un discurso comprometido, más allá de clamar por fiestas o sitios de encuentro (que también son importantes). Al mismo tiempo, es importante reconocer y respetar las experiencias que ya han adquirido otros grupos en los últimos años, como el grupo Oremi (de mujeres lesbianas), el de personas transgéneros del CENESEX, el Proyecto HSH-Cuba (enfocado principalmente en la prevención de las ITS y el VIH/sida), entre otros a nivel nacional.
Esta ampliación del grupo y su trabajo, indiscutiblemente, incidirá en el mayor entendimiento de toda la sociedad, en función del respeto a la libre y responsable orientación sexual e identidad de género –en nuestras familias, nuestros centros laborales, nuestras escuelas, en los medios de difusión, entre los agentes del orden público, los decisores políticos y cuanta persona participa en nuestras vidas.
Será muy importante continuar educando en estos temas y destruir los arraigados estereotipos machistas y heteronormativos, que tenemos como herencia cultural. Y somos nosotros, la población LGBT, los que tenemos que tomar de la mano esta campaña, al ser los más interesados y los que hemos sentido más directamente los efectos nocivos de la homofobia. Lo hecho hasta ahora es sólo el comienzo y se impone que cada día seamos más creativos para hacer llegar a todo el pueblo estas ideas, de contenido humanista fundamental.
Todas aquellas personas que se sientan identificadas con esta causa están invitadas a incorporarse y participar activamente en el debate que necesita la nación cubana sobre estos temas. Pero es muy importante estudiar y apertrecharse bien del conocimiento científico, para debatir y convencer, pues la lucha contra siglos de tradición y desconocimiento no se gana con imposiciones ni confrontaciones vacías.
En esta batalla, la persistencia y el convencimiento serán el mejor antídoto contra las resistencias –de todo tipo– que podremos encontrar en el camino.
miércoles, 15 de septiembre de 2010
martes, 31 de agosto de 2010
Fidel en La Jornada, contra la homofobia
Más aún, en el cuerpo de la entrevista, el líder cubano decía: “fueron momentos de gran injusticia ¡de gran injusticia! La haya hecho quien sea. Si la hicimos nosotros, nosotros… Estoy tratando de delimitar mi responsabilidad en todo eso porque, desde luego, personalmente, yo no tengo ese tipo de prejuicios”. Y más adelante reafirma: “si alguien es responsable, soy yo”.
No puedo negar que me emocionó leerlo. El líder de la Revolución cubana hablando alto y claro sobre un tema que ha sido, y sigue siendo en gran medida, un tabú para muchos… más que eso: reafirmando que la homofobia es un error y, de forma notable, llamando la atención para superarla.
Debo reconocer que mi primera pregunta fue si Fidel, desde su influyente espacio, se estaría sumando a la campaña por el respeto a la libre y responsable orientación sexual e identidad de género y a las jornadas contra la homofobia que el CENESEX y muchas otras instituciones y organizaciones del país están realizando desde hace varios años. De seguro que fuera una incorporación muy significativa.
Sin embargo, no es la primera vez que Fidel habla sobre estos temas. En fecha tan temprana como 1992, en la entrevista que le hiciera Tomás Borge en el libro “Un grano de maíz”, Fidel decía: “esa cosa machista influyó también en un enfoque que se tenía hacia el homosexualismo. Yo, personalmente –tu me estás preguntando mi opinión personal-, no padezco de ese tipo de fobia contra los homosexuales (…) Esto muchas veces se convierte en una tragedia, porque hay que ver cómo piensan los padres… y uno no puede sentir sino pena porque una situación de esas ocurra y se convierta también en una tragedia para el individuo”.
Y reafirmaba: “No veo el homosexualismo como un fenómeno de degeneración, sino lo veo de otra forma. El enfoque que he tenido es de otro tipo: un enfoque más racional, considerándolo como tendencias y cosas naturales del ser humano que, sencillamente, hay que respetar (…) y soy absolutamente opuesto a toda forma de represión, de desprecio, de menosprecio o discriminación con relación a los homosexuales”.
Más tarde, en 2006, durante las conversaciones con Ignacio Ramonet que aparecieron en el libro “Cien horas con Fidel”, el Comandante decía: “Con relación a los homosexuales había fuertes [prejuicios]… la parte de responsabilidad que me corresponda la asumo… Yo tenía opiniones, y más bien me oponía y me había opuesto siempre a cualquier abuso, a cualquier discriminación, porque en aquella sociedad había muchos prejuicios. Ciertamente los homosexuales eran víctimas de discriminación”.
No creo que el Comandante sea “el responsable” de un problema social tan complejo, que tiene profundas raíces en la cultura que hemos heredado. Pero el mensaje de hoy, aunque no resuelve el problema, es una importante contribución en el debate general que se está dando en estos temas, en momentos que la homofobia en el país ha comenzado a tener mayores cuestionamientos públicos.
Sus palabras reflejan la lógica evolución en el pensamiento de un hombre de inicios del siglo XX, que ha sido capaz de superar los prejuicios de la educación de esa época y reconocer los errores cometidos contra las llamadas “minorías sexuales”. Su valiente declaración es, sin dudas, un estímulo para las viejas y las nuevas generaciones de cubanos, contra aquellos que siguen reproduciendo los estereotipos de una sociedad machista y homófoba.
Lo que me parece más significativo es la renovación de un mensaje para todas y todos a favor de superar estos arcaicos conceptos. Es predicar con el ejemplo, desde su estatura de líder histórico de un proceso humanista y revolucionario, para hacer justicia y no repetir amargas experiencias que están muy lejos de favorecer a esta obra perfectible que estamos construyendo.
Me senté a ver la emisión estelar del Noticiero de la Televisión Cubana esta noche… sin embargo, ni una palabra se mencionó al respecto. El silencio también es homofobia. Tal vez esa sea la mejor muestra de que habrá que seguir insistiendo en el camino de educar a toda la sociedad para superar sus prejuicios y evitar que se sigan repitiendo, por desconocimiento, las tragedias a las que hacía referencia el Comandante.
De servicios y placeres
Aprovecho el pie forzado que me dio el post "Servir ¿es un placer?", en el blog del periodista cubano Enrique Ubieta, para pensar un poco en torno a los servicios en Cuba. Me gustó mucho su reflexión sobre el tema, que considero uno de los problemas que afectan más directamente a la población, fundamentalmente en La Habana.
Y es que, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, dependemos de los servicios que nos debe ofrecer alguien: el guagüero, quien nos vende el café en un puestecito de esquina, donde compramos el "pan nuestro de cada día", en la carnicería cuando llega algo, en el agro...
Hace mucho rato que ya he decidido, cuando tengo dinero, comprar los productos para hacer una buena comida en casa, en lugar de ir a un establecimiento gastronómico. Por lo general, nuestros servicios son pésimos y no estoy dispuesto a echar a perder lo que debe ser un buen rato en esos lugares, con tantos maltratos de parte de los que deben servir.
He tenido la suerte de conocer el mundo y visitar lugares con establecimientos exelentes (como Canadá) y de servicios malísimos (como Holanda... por demás, la cuna del sacrosanto capitalismo, señalado por muchos como la solución para el buen servicio). Por eso coincido en que es más una cuestión cultural que de tenencia de bienes materiales.
Tengo suficiente edad para recordar que, en los años 80 (que muchos señalan como el período de máximo esplendor de acceso a bienes materiales en las últimas décadas en Cuba), los servicios eran también malos y objeto de críticas permanentes por nuestros humoristas.
Sin embargo, en nuestra cultura está ser serviciales, amables y solidarios. No es que sea así para todos, pero forma parte de nuestra identidad, reconocida por todos. Entonces, ¿por qué maltratamos al dar un servicio?
Desde mi modesta opinión, es un problema de organización en los servicios. El Estado se gasta millones en crear o modernizar un establecimiento, abastecerlo y costear sus gastos (incluyendo el sueldo de los que allí laboran)... pero los que brindan el servicio ni están educados en hacerlo bien, ni les interesa. Tampoco creo que se resuelva con más apelaciones a la conciencia de sus trabajadores, pues recuerdo numerosas campañas públicas por mejorarlos, desde "Mi servicio es usted" hasta las "Unidades Modelo".
No soy economista y no se cuál podría ser la solución, pero creo que debe estar entre educar y estimular el buen servicio. Por eso estoy de acuerdo con Ubieta en que "la sociedad cubana tiene que reorganizarse no a favor del que sirve, sino a favor del que recibe el servicio que, a la larga, somos todos".
Y es que, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, dependemos de los servicios que nos debe ofrecer alguien: el guagüero, quien nos vende el café en un puestecito de esquina, donde compramos el "pan nuestro de cada día", en la carnicería cuando llega algo, en el agro...
Hace mucho rato que ya he decidido, cuando tengo dinero, comprar los productos para hacer una buena comida en casa, en lugar de ir a un establecimiento gastronómico. Por lo general, nuestros servicios son pésimos y no estoy dispuesto a echar a perder lo que debe ser un buen rato en esos lugares, con tantos maltratos de parte de los que deben servir.
He tenido la suerte de conocer el mundo y visitar lugares con establecimientos exelentes (como Canadá) y de servicios malísimos (como Holanda... por demás, la cuna del sacrosanto capitalismo, señalado por muchos como la solución para el buen servicio). Por eso coincido en que es más una cuestión cultural que de tenencia de bienes materiales.
Tengo suficiente edad para recordar que, en los años 80 (que muchos señalan como el período de máximo esplendor de acceso a bienes materiales en las últimas décadas en Cuba), los servicios eran también malos y objeto de críticas permanentes por nuestros humoristas.
Sin embargo, en nuestra cultura está ser serviciales, amables y solidarios. No es que sea así para todos, pero forma parte de nuestra identidad, reconocida por todos. Entonces, ¿por qué maltratamos al dar un servicio?
Desde mi modesta opinión, es un problema de organización en los servicios. El Estado se gasta millones en crear o modernizar un establecimiento, abastecerlo y costear sus gastos (incluyendo el sueldo de los que allí laboran)... pero los que brindan el servicio ni están educados en hacerlo bien, ni les interesa. Tampoco creo que se resuelva con más apelaciones a la conciencia de sus trabajadores, pues recuerdo numerosas campañas públicas por mejorarlos, desde "Mi servicio es usted" hasta las "Unidades Modelo".
No soy economista y no se cuál podría ser la solución, pero creo que debe estar entre educar y estimular el buen servicio. Por eso estoy de acuerdo con Ubieta en que "la sociedad cubana tiene que reorganizarse no a favor del que sirve, sino a favor del que recibe el servicio que, a la larga, somos todos".
jueves, 29 de julio de 2010
Suid-Afrika
La larga e intensa temporada del mundial de fútbol en Sudáfrica y, más recientemente, la celebración del 92 cumpleaños de su líder indiscutible, Nelson Mandela, me han hecho revivir el extraordinario privilegio que tuve de participar en la Misión de Observación de las Naciones Unidas para las elecciones en ese país (UNOMSA, por sus siglas en inglés), que se desarrollaron del 26 al 29 de abril de 1994.
Fueron esas las elecciones que crearon la “Nueva Sudáfrica” -como ellos mismos le llamaron-, las que hicieron desaparecer definitivamente el oprobioso régimen del “apartheid” y las que llevaron, con mayoría abrumadora, a Mandela y al Congreso Nacional Africano (ANC) a la Presidencia.
Muchas fueron las emociones en esos días y el hecho de ser la primera vez que tomaba un avión, o que tenía un pasaporte en mi mano, fue insignificante ante el momento histórico que me tocaría vivir. Un par de años me faltaron para haber sido internacionalista en Angola, pero me tocaría la experiencia de vivir el resultado más atronador de sus batallas.
Llegamos a “Jo-burg” -como le dicen allí a Johannesburgo- en la mañana del 20 de abril y, en aquel entonces, Sudáfrica era un gran misterio para todos. Lo primero que me impactó fue ver una ciudad enorme, moderna y limpia, similar a las fotos de cualquier ciudad europea (particularmente Ámsterdam, con sus construcciones inconfundibles)... pero negra, predominantemente negra. Los blancos eran una insignificante minoría.
Tras varios días de entrenamiento sobre la nueva ley electoral sudafricana y el trabajo que realizaríamos, a los miles de observadores de Naciones Unidas nos distribuyeron por todo el país. Me enviaron a la nueva provincia de Natal-KwaZulu, que incluye el territorio “zulú” -dominado entonces por del movimiento “Inkatha” de Mangosutu Buthelezi-, quienes no aceptaban los términos de la incorporación a la nueva República y provocaban sangrientos enfrentamientos en las calles de sus principales ciudades.
Sin embargo, afortunadamente se logró un acuerdo con Buthelezi justo el día que arribamos y Durban resultó ser una ciudad impactantemente bella, con su “costa dorada” frente al Océano Índico y una considerable inmigración india. Supe después que, como parte de la comunidad de colonias británicas, ese era un puerto de mar con mucha inmigración india, donde Mahatma Gandhi pasó 20 años de su vida y donde se fundó, en 1912, el Congreso Nacional Africano (ANC) para impulsar la lucha por los derechos de los negros.
Mi destino fue Kokstad, un pequeño pueblo de blancos al sur de la provincia, donde compartí junto a sudafricanos de todas las razas y extranjeros la emoción del día que se izó por primera vez la bandera multicolor de la nueva Sudáfrica, cuando se cantó por primera vez el nuevo himno y cuando desaparecieron definitivamente los infames “bantustanes”(*).
Allí conocí a un soldado del ejército sudafricano que combatió en el frente de Angola y había sido preso por las tropas cubanas, que trabajaba como cantinero en el hotel donde me alojaba. Blanco y robusto, a todas luces descendiente de “bóers” (conquistadores holandeses, conocidos también como “afrikáners”), me confesó que guardaba una profunda admiración por Fidel y por los soldados cubanos, pues “fueron a Angola por un ideal, y lo defendieron hasta la muerte” mientras ellos habían ido allí por dinero.
Kokstad está muy cerca de la frontera entre Natal-KuaZulu y el antiguo “bantustán” del “Transkei” -ahora parte de la provincia El Cabo Oriental-, en una árida meseta a más de 1500 metros sobre el nivel del mar, donde realicé mi trabajo. El “Transkei” fue el primer “bantustán” que tuvo gobierno propio, en 1963, y es territorio de tribus “Xhosas”; sus habitantes viven mayoritariamente en “quimbos” redondos de paredes de tierra, usan un peculiar dialecto musical y los hombres tienen las caras marcadas por cicatrices lineales, con símbolos que sólo ellos son capaces de descifrar.
Pero el “Transkei” es, sobre todo, la patria chica de Nelson Mandela, que nació cerca de Umtata, la capital del antiguo bantustán, y es descendiente de las tribus “xhosa”. Al ser la primera vez que ese pueblo segregado tenía la oportunidad de elegir a un Presidente para la nueva República unida, no había dudas de quién era el candidato de todos, quienes tampoco tenían dudas de la victoria.
Y si emocionante fue sentir ese orgullo por su líder, más emocionante fue atestiguar el cariño y el agradecimiento que sentían por Cuba y por Fidel.
La primera sorpresa la tuve el día que iniciamos nuestros trabajos, cuando fuimos presentados ante el Alcalde de Mount Ayliff, el caserío principal de la región que nos correspondía inspeccionar. Cuando terminó la parte ceremonial de la sencilla actividad, alguien se me acerca y me susurra al oído, en perfecto cubano: “Asere, ¿qué bolá? El Yara y el Coppelia, ¿cómo los dejaste?”. El Alcalde, un corpulento xhosa que había estudiado medicina en Cuba, había aceptado administrar la comarca mientras seguía ejerciendo su profesión desde esa responsabilidad. Muy seguro me dijo que en Cuba también había aprendido a ejercer el “multioficio”.
A la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a revisar los colegios electorales, fuimos interceptados en medio de un camino sin carreteras por tres camionetas atestadas de personas, reclamando con enojo las boletas electorales que no habían recibido. Tras apaciguarlos, con las explicaciones de rigor, nos preguntaron la nacionalidad… y mi acompañante -con mucho orgullo- se presentó como ciudadano de los Estados Unidos de América, lo cual fue recibido con aprobación.
Sin embargo, al mencionar yo la palabra CUBA el líder del grupo mostró su mejor cara de regocijo y gritó, para que todos lo oyeran: “¡Cuba! ¡Fidel Castro! ¡Nuestro camarada!”… de repente, varios de ellos me alzaron por encima de sus hombros y empezaron a gritar, dando brincos y con sus puños en alto: “¡Mandeeela! ¡Cuba! ¡Fidel!”. A partir de entonces, cada vez que llegábamos a cualquier lugar y nos preguntaban la nacionalidad, mi acompañante decía sin dudar: “Yo soy de los Estados Unidos… ¡pero él es de Cuba!”.
Me sobran motivos para recordar con emoción a Suid-Afrika -como aprendí a escribirlo en “afrikaans”, su idioma oficial-, sobre todo al haber vivido un momento trascendental de su historia. Conocí a un pueblo noble y multinacional, que se esmeraba en superar décadas de incomunicación y odio racial, para abrirse paso al futuro con una nueva vida para su gente. Pero más motivos tengo para la emoción, al haber sido testigo de que las palabras “Cuba” y “Fidel” tienen un significado muy valioso para la dignidad de su pueblo.
Nota:
(*) “Bantustán” es la palabra que utilizaron los racistas blancos sudafricanos para denominar el territorio asignado a las tribus con lenguas “bantúes”, que fueron la base del sistema de “apartheid” o de “segregación racial”. En total existieron 10 “bantustanes”, a los que se le otorgaron cierta jurisdicción en áreas como educación, salud pública y carreteras. Fuera de estas zonas, los negros eran tratados como “habitantes temporales” o “visitantes”.
Fueron esas las elecciones que crearon la “Nueva Sudáfrica” -como ellos mismos le llamaron-, las que hicieron desaparecer definitivamente el oprobioso régimen del “apartheid” y las que llevaron, con mayoría abrumadora, a Mandela y al Congreso Nacional Africano (ANC) a la Presidencia.
Muchas fueron las emociones en esos días y el hecho de ser la primera vez que tomaba un avión, o que tenía un pasaporte en mi mano, fue insignificante ante el momento histórico que me tocaría vivir. Un par de años me faltaron para haber sido internacionalista en Angola, pero me tocaría la experiencia de vivir el resultado más atronador de sus batallas.
Llegamos a “Jo-burg” -como le dicen allí a Johannesburgo- en la mañana del 20 de abril y, en aquel entonces, Sudáfrica era un gran misterio para todos. Lo primero que me impactó fue ver una ciudad enorme, moderna y limpia, similar a las fotos de cualquier ciudad europea (particularmente Ámsterdam, con sus construcciones inconfundibles)... pero negra, predominantemente negra. Los blancos eran una insignificante minoría.
Tras varios días de entrenamiento sobre la nueva ley electoral sudafricana y el trabajo que realizaríamos, a los miles de observadores de Naciones Unidas nos distribuyeron por todo el país. Me enviaron a la nueva provincia de Natal-KwaZulu, que incluye el territorio “zulú” -dominado entonces por del movimiento “Inkatha” de Mangosutu Buthelezi-, quienes no aceptaban los términos de la incorporación a la nueva República y provocaban sangrientos enfrentamientos en las calles de sus principales ciudades.
Sin embargo, afortunadamente se logró un acuerdo con Buthelezi justo el día que arribamos y Durban resultó ser una ciudad impactantemente bella, con su “costa dorada” frente al Océano Índico y una considerable inmigración india. Supe después que, como parte de la comunidad de colonias británicas, ese era un puerto de mar con mucha inmigración india, donde Mahatma Gandhi pasó 20 años de su vida y donde se fundó, en 1912, el Congreso Nacional Africano (ANC) para impulsar la lucha por los derechos de los negros.
Mi destino fue Kokstad, un pequeño pueblo de blancos al sur de la provincia, donde compartí junto a sudafricanos de todas las razas y extranjeros la emoción del día que se izó por primera vez la bandera multicolor de la nueva Sudáfrica, cuando se cantó por primera vez el nuevo himno y cuando desaparecieron definitivamente los infames “bantustanes”(*).
Allí conocí a un soldado del ejército sudafricano que combatió en el frente de Angola y había sido preso por las tropas cubanas, que trabajaba como cantinero en el hotel donde me alojaba. Blanco y robusto, a todas luces descendiente de “bóers” (conquistadores holandeses, conocidos también como “afrikáners”), me confesó que guardaba una profunda admiración por Fidel y por los soldados cubanos, pues “fueron a Angola por un ideal, y lo defendieron hasta la muerte” mientras ellos habían ido allí por dinero.
Kokstad está muy cerca de la frontera entre Natal-KuaZulu y el antiguo “bantustán” del “Transkei” -ahora parte de la provincia El Cabo Oriental-, en una árida meseta a más de 1500 metros sobre el nivel del mar, donde realicé mi trabajo. El “Transkei” fue el primer “bantustán” que tuvo gobierno propio, en 1963, y es territorio de tribus “Xhosas”; sus habitantes viven mayoritariamente en “quimbos” redondos de paredes de tierra, usan un peculiar dialecto musical y los hombres tienen las caras marcadas por cicatrices lineales, con símbolos que sólo ellos son capaces de descifrar.
Pero el “Transkei” es, sobre todo, la patria chica de Nelson Mandela, que nació cerca de Umtata, la capital del antiguo bantustán, y es descendiente de las tribus “xhosa”. Al ser la primera vez que ese pueblo segregado tenía la oportunidad de elegir a un Presidente para la nueva República unida, no había dudas de quién era el candidato de todos, quienes tampoco tenían dudas de la victoria.
Y si emocionante fue sentir ese orgullo por su líder, más emocionante fue atestiguar el cariño y el agradecimiento que sentían por Cuba y por Fidel.
La primera sorpresa la tuve el día que iniciamos nuestros trabajos, cuando fuimos presentados ante el Alcalde de Mount Ayliff, el caserío principal de la región que nos correspondía inspeccionar. Cuando terminó la parte ceremonial de la sencilla actividad, alguien se me acerca y me susurra al oído, en perfecto cubano: “Asere, ¿qué bolá? El Yara y el Coppelia, ¿cómo los dejaste?”. El Alcalde, un corpulento xhosa que había estudiado medicina en Cuba, había aceptado administrar la comarca mientras seguía ejerciendo su profesión desde esa responsabilidad. Muy seguro me dijo que en Cuba también había aprendido a ejercer el “multioficio”.
A la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a revisar los colegios electorales, fuimos interceptados en medio de un camino sin carreteras por tres camionetas atestadas de personas, reclamando con enojo las boletas electorales que no habían recibido. Tras apaciguarlos, con las explicaciones de rigor, nos preguntaron la nacionalidad… y mi acompañante -con mucho orgullo- se presentó como ciudadano de los Estados Unidos de América, lo cual fue recibido con aprobación.
Sin embargo, al mencionar yo la palabra CUBA el líder del grupo mostró su mejor cara de regocijo y gritó, para que todos lo oyeran: “¡Cuba! ¡Fidel Castro! ¡Nuestro camarada!”… de repente, varios de ellos me alzaron por encima de sus hombros y empezaron a gritar, dando brincos y con sus puños en alto: “¡Mandeeela! ¡Cuba! ¡Fidel!”. A partir de entonces, cada vez que llegábamos a cualquier lugar y nos preguntaban la nacionalidad, mi acompañante decía sin dudar: “Yo soy de los Estados Unidos… ¡pero él es de Cuba!”.
Me sobran motivos para recordar con emoción a Suid-Afrika -como aprendí a escribirlo en “afrikaans”, su idioma oficial-, sobre todo al haber vivido un momento trascendental de su historia. Conocí a un pueblo noble y multinacional, que se esmeraba en superar décadas de incomunicación y odio racial, para abrirse paso al futuro con una nueva vida para su gente. Pero más motivos tengo para la emoción, al haber sido testigo de que las palabras “Cuba” y “Fidel” tienen un significado muy valioso para la dignidad de su pueblo.
Nota:
(*) “Bantustán” es la palabra que utilizaron los racistas blancos sudafricanos para denominar el territorio asignado a las tribus con lenguas “bantúes”, que fueron la base del sistema de “apartheid” o de “segregación racial”. En total existieron 10 “bantustanes”, a los que se le otorgaron cierta jurisdicción en áreas como educación, salud pública y carreteras. Fuera de estas zonas, los negros eran tratados como “habitantes temporales” o “visitantes”.
Frente a una larga fila de habitantes xhosa para votar en las primeras elecciones de la "Nueva Sudáfrica" (1994)
martes, 25 de mayo de 2010
Nueva York
Sábado soleado y cálido en Manhattan, que invita a caminar y disfrutar del inicio adelantado del verano, tras unos días de intenso trabajo con frío y lluvia, aunque ahora no lo parezca. El clima en mayo es muy variable y hay que aprovechar los momentos de buen tiempo.
Tomar el metro en Times Square –en el lujoso Midtown- y subir a la superficie minutos después en la calle Grand –casi en el Downtown, en el Lower East Side- es como hacer un viaje intercontinental que te toma por sorpresa. Bajándote del metro ya sientes que todo ha cambiado: la estación es pobre, menos cuidada, y de repente te ves rodeado de montones de hombres y mujeres pequeños, atareados como abejas, que te sacan del tren cargando todo tipo de productos y gritando en un idioma musical e incomprensible.
Al subir las escaleras, te ves en una calle de otro país… si miras arriba, a los edificios, sigue siendo Nueva York –con sus inconfundibles fachadas de ladrillos y escaleras de emergencia metálicas colgando de los balcones. Pero si miras a la calle no entiendes nada… ¡ni una palabra en inglés! Ah, sí, hay un pequeño y roído cartel en una esquina, que dice: “Welcome to Chinatown”.
Al andar los primeros pasos, las costumbres de esa cultura milenaria te absorben: miles de personas gritando y caminando rápido, en todas direcciones; vendutas de vegetales y pescados frescos, al aire libre, con sus respectivos vendedores en la puerta vociferando cosas que sólo ellos entienden; infinitos mercados y comedores de productos chinos, con frutas exóticas, verduras y jengibres en la puerta, que llenan la calle de ese olor especial a comida china y esencias milagrosas… y su música, inconfundible, te persigue a cada paso en medio de tanta muchedumbre.
Nunca he estado en China, pero supongo que la calle Canal no debe estar muy lejos de ser como cualquier calle de mercados en Shanghái o en Hong Kong. Al menos la gente, el idioma, los olores y la música no pertenecen a esta parte del mundo. Todo es rojo: los toldos, las letras, los manteles, los anuncios. Pero llama la atención que no hay ninguna bandera… sólo ondea una –bastante grande, por cierto- junto a la norteamericana, en una sociedad comunitaria. Pero no es la de China socialista, sino la de Taiwán. Y, más adelante, no puedo leer en chino qué dicen unos afiches del Dalai Lama que, al parecer, anda de visita por la ciudad en estos días.
Subiendo por la calle Mulberry, en un par de cuadras más, te sorprende otra cultura, con olores y gritos totalmente diferentes, mucho más cercanos a nuestra cultura: al doblar en una esquina, de repente, se aparece la “pequeña Italia”. No hay transición, no tienes tiempo para reaccionar al cambio de continentes… dejas de ver los caracteres chinos y ahora todo es blanco, verde y rojo, porque eso sí tiene: ¡montones de banderas italianas!
Indiscutiblemente la comida es un símbolo que identifica la cultura. Ahora son muchos los restaurantes de la “cuccina” italiana: pizzas y pastas de todo tipo, que invaden las aceras con mesas y sillas llenas de personas altas, elegantes, de buen vestir y perfumes caros, que te obligan a caminar por la calle. Los olores cambian al aroma inconfundible del queso, al ajo y la salsa boloñesa, restaurantes servidos por apuestos mozos mediterráneos –aunque muchos de ellos son latinoamericanos- en medio de tiendecitas con balones y pulóveres de los equipos del fútbol italiano.
Seguir subiendo por Mulberry es dejar atrás esa mezcla de dos ricas culturas y caer en terreno de nadie… una transición lenta –matizada por la imponente presencia de la vieja iglesia de Saint Patrick’s- hacia una onda suave, relajada, indefinida y dominada por el mercado. Si doblas para Broadway te invaden las marcas y las modas: Zara, Dolce & Gabanna, Emporio Armani, GAP, H&M… Sin dudas es preferible seguir al norte y cruzar la avenida Houston, para caer en el Greenwich Village, reino de la vida bohemia de Nueva York, de los cafetines y las ventas de arte, en medio de un ambiente alternativo… de mente amplia, como dirían algunos.
No por gusto unas cuadras más adelante, subiendo por la 7ma. Avenida, te enfrentas a la Plaza Christopher… y tal parece una plaza más de las tantas de la ciudad, a no ser por un pequeño club a medianía de cuadra, casi insignificante y lleno de diminutas banderas multicolores, con un cartel llamativo en la puerta que dice: “STONEWALL INN”… y verdad que parece un muro de piedras el lugar, que fue hotel años atrás y ahora han recuperado su centro nocturno, como símbolo de la comunidad.
Debo confesar que me sorprendió verlo pues, en vez de encontrar grandes banderas gays y acumulaciones de personas “diversas”, todo es sobriedad y paz. A esa hora del día nada hace pensar que esas esquinas hayan sido el centro de revueltas callejeras en fecha tan lejana como el año 1969, de manos de una comunidad de gays, lesbianas y travestis que hizo historia en contra de la homofobia; y que su nombre se repita cada año alrededor del 23 de junio –en Estados Unidos y en otros lugares del mundo- como paradigma de las multitudinarias marchas del llamado “orgullo gay”.
Pero si lo que quieres ver son lugares “gay-friendly”, con sus banderitas y triángulos rosas en las puertas, hay que seguir subiendo al norte, por la 8va. Avenida, y cruzar la calle 14 para entrar al barrio de Chelsea… ahí está todo lo que muchos creen que es el centro de “la vida gay”, lleno de los estereotipos imaginables: supermercados gays, cafés gays, negocios de mascotas para gays, restaurantes gays, tiendas de marca con maniquíes rosados y shortcitos mínimos en las posiciones más afeminadas posibles… el gran marketing gay, que se extiende también hacia la calle 23 –no la del Vedado pero… ¡qué casualidad!
Tras casi 4 kilómetros y medio de recorrido a pie, el cansancio te vence… sin embargo, te queda el placer de, en apenas 4 horas, haber observado –y disfrutado, por supuesto- estilos de vida y culturas diferentes, que florecen en un mismo lugar, a sólo metros de distancia. Tal vez ese sea el principal atractivo de Nueva York: esa diversidad cultural potente y particularizada, que sobrevive con ímpetu, a pesar de ser la ciudad más globalizada del planeta.
22 de mayo de 2010
Tomar el metro en Times Square –en el lujoso Midtown- y subir a la superficie minutos después en la calle Grand –casi en el Downtown, en el Lower East Side- es como hacer un viaje intercontinental que te toma por sorpresa. Bajándote del metro ya sientes que todo ha cambiado: la estación es pobre, menos cuidada, y de repente te ves rodeado de montones de hombres y mujeres pequeños, atareados como abejas, que te sacan del tren cargando todo tipo de productos y gritando en un idioma musical e incomprensible.
Al subir las escaleras, te ves en una calle de otro país… si miras arriba, a los edificios, sigue siendo Nueva York –con sus inconfundibles fachadas de ladrillos y escaleras de emergencia metálicas colgando de los balcones. Pero si miras a la calle no entiendes nada… ¡ni una palabra en inglés! Ah, sí, hay un pequeño y roído cartel en una esquina, que dice: “Welcome to Chinatown”.
Al andar los primeros pasos, las costumbres de esa cultura milenaria te absorben: miles de personas gritando y caminando rápido, en todas direcciones; vendutas de vegetales y pescados frescos, al aire libre, con sus respectivos vendedores en la puerta vociferando cosas que sólo ellos entienden; infinitos mercados y comedores de productos chinos, con frutas exóticas, verduras y jengibres en la puerta, que llenan la calle de ese olor especial a comida china y esencias milagrosas… y su música, inconfundible, te persigue a cada paso en medio de tanta muchedumbre.
Nunca he estado en China, pero supongo que la calle Canal no debe estar muy lejos de ser como cualquier calle de mercados en Shanghái o en Hong Kong. Al menos la gente, el idioma, los olores y la música no pertenecen a esta parte del mundo. Todo es rojo: los toldos, las letras, los manteles, los anuncios. Pero llama la atención que no hay ninguna bandera… sólo ondea una –bastante grande, por cierto- junto a la norteamericana, en una sociedad comunitaria. Pero no es la de China socialista, sino la de Taiwán. Y, más adelante, no puedo leer en chino qué dicen unos afiches del Dalai Lama que, al parecer, anda de visita por la ciudad en estos días.
Subiendo por la calle Mulberry, en un par de cuadras más, te sorprende otra cultura, con olores y gritos totalmente diferentes, mucho más cercanos a nuestra cultura: al doblar en una esquina, de repente, se aparece la “pequeña Italia”. No hay transición, no tienes tiempo para reaccionar al cambio de continentes… dejas de ver los caracteres chinos y ahora todo es blanco, verde y rojo, porque eso sí tiene: ¡montones de banderas italianas!
Indiscutiblemente la comida es un símbolo que identifica la cultura. Ahora son muchos los restaurantes de la “cuccina” italiana: pizzas y pastas de todo tipo, que invaden las aceras con mesas y sillas llenas de personas altas, elegantes, de buen vestir y perfumes caros, que te obligan a caminar por la calle. Los olores cambian al aroma inconfundible del queso, al ajo y la salsa boloñesa, restaurantes servidos por apuestos mozos mediterráneos –aunque muchos de ellos son latinoamericanos- en medio de tiendecitas con balones y pulóveres de los equipos del fútbol italiano.
Seguir subiendo por Mulberry es dejar atrás esa mezcla de dos ricas culturas y caer en terreno de nadie… una transición lenta –matizada por la imponente presencia de la vieja iglesia de Saint Patrick’s- hacia una onda suave, relajada, indefinida y dominada por el mercado. Si doblas para Broadway te invaden las marcas y las modas: Zara, Dolce & Gabanna, Emporio Armani, GAP, H&M… Sin dudas es preferible seguir al norte y cruzar la avenida Houston, para caer en el Greenwich Village, reino de la vida bohemia de Nueva York, de los cafetines y las ventas de arte, en medio de un ambiente alternativo… de mente amplia, como dirían algunos.
No por gusto unas cuadras más adelante, subiendo por la 7ma. Avenida, te enfrentas a la Plaza Christopher… y tal parece una plaza más de las tantas de la ciudad, a no ser por un pequeño club a medianía de cuadra, casi insignificante y lleno de diminutas banderas multicolores, con un cartel llamativo en la puerta que dice: “STONEWALL INN”… y verdad que parece un muro de piedras el lugar, que fue hotel años atrás y ahora han recuperado su centro nocturno, como símbolo de la comunidad.
Debo confesar que me sorprendió verlo pues, en vez de encontrar grandes banderas gays y acumulaciones de personas “diversas”, todo es sobriedad y paz. A esa hora del día nada hace pensar que esas esquinas hayan sido el centro de revueltas callejeras en fecha tan lejana como el año 1969, de manos de una comunidad de gays, lesbianas y travestis que hizo historia en contra de la homofobia; y que su nombre se repita cada año alrededor del 23 de junio –en Estados Unidos y en otros lugares del mundo- como paradigma de las multitudinarias marchas del llamado “orgullo gay”.
Pero si lo que quieres ver son lugares “gay-friendly”, con sus banderitas y triángulos rosas en las puertas, hay que seguir subiendo al norte, por la 8va. Avenida, y cruzar la calle 14 para entrar al barrio de Chelsea… ahí está todo lo que muchos creen que es el centro de “la vida gay”, lleno de los estereotipos imaginables: supermercados gays, cafés gays, negocios de mascotas para gays, restaurantes gays, tiendas de marca con maniquíes rosados y shortcitos mínimos en las posiciones más afeminadas posibles… el gran marketing gay, que se extiende también hacia la calle 23 –no la del Vedado pero… ¡qué casualidad!
Tras casi 4 kilómetros y medio de recorrido a pie, el cansancio te vence… sin embargo, te queda el placer de, en apenas 4 horas, haber observado –y disfrutado, por supuesto- estilos de vida y culturas diferentes, que florecen en un mismo lugar, a sólo metros de distancia. Tal vez ese sea el principal atractivo de Nueva York: esa diversidad cultural potente y particularizada, que sobrevive con ímpetu, a pesar de ser la ciudad más globalizada del planeta.
22 de mayo de 2010
domingo, 28 de febrero de 2010
Sopa de letras
Una de los interesantes momentos que tuvo el V Congreso de Educación, Orientación y Terapia Sexual, celebrado en La Habana en enero, fue la presentación de la mexicana Gloria Careaga, Co-Presidenta para América Latina y el Caribe de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transgéneros.
Esta organización se conoce internacionalmente como ILGA (por sus siglas en inglés: International Lesbian and Gay Association), aunque en realidad estas siglas son una versión abreviada, pues sólo incluye a Lesbianas y Gays. Si se quiere incorporar a los Bisexuales, Travestis, Transexuales, Transformistas e Intersexuales – como se ha intentado hacer en sus Congresos bienales – debería ser ILGBTTTIA. Y si, además, se quisieran incluir las demás categorías de la tan diversa sexualidad humana, realmente se podría hacer aún más impronunciable cualquier acrónimo para esa organización, o para la llamada “comunidad LGBT”.
De eso precisamente se trata la “sopa de letras” a la que llamaba a reflexionar la Sra. Careaga durante su intervención: hay tanto interés en dividirnos en “categorías” – de acuerdo a nuestras orientaciones sexuales e identidades de género – que se deja de ver al ser humano que somos, tan diversos y variables cuando de sexualidad se trata. Por eso decía, con mucha razón, que si fuéramos a identificar los comportamientos sexuales de las personas habría que asignar una categoría a cada uno de nosotros… o varias, para ser fieles a la realidad.
Esto no quiere decir que se menosprecien las categorías sexuales, pues han sido un elemento muy importante para la identificación de estas identidades y, a partir de ello, para la reivindicación y lucha de sus derechos en las últimas décadas. También han sido fundamentales en la necesaria visualización de estos grupos humanos y, por ende, en el reconocimiento social a la diversidad sexual.
Pero debemos estar claros de que, al mismo tiempo, estas categorías crean patrones de comportamiento – en ocasiones bastante rígidos – que encasillan a las personas dentro de un grupo, cuando en realidad el ser humano es mucho más rico y diverso que lo que una categoría puede ofrecer. A este fenómeno se le puede identificar como una verdadera “tiranía de categorías”, pues definen quiénes somos, pero también cómo debemos ser.
¿Hasta dónde debe llegar la feminidad de una mujer para que sea lesbiana, o la masculinidad de un hombre para considerarlo gay? ¿En dónde ubicar aquellos que tuvieron un pasado distinto al que expresan ahora en cuestiones de sexualidad? ¿O a los que, aún sin dejar de ser gays o lesbianas, sienten algún impulso hacia el otro sexo y no se consideran bisexuales? Esto sin hablar de los patrones de vestuario y comportamiento… y sin entrar en el tema “trans” (travestis, transexuales y transformistas), que va más allá de todos los convencionalismos.
Aunque las categorías han tenido mucha importancia para entender mejor la diversidad sexual, es indudable que se tienen que traspasar los límites que ellas nos imponen y estar conscientes que la naturaleza humana es mucho más compleja de lo que podamos prever en ellas.
Liberarnos de las categorizaciones tiene más importancia aún porque vivimos en una sociedad que por siglos se ha manejado sobre rígidos patrones heterosexistas y a los que somos “diferentes” se nos juzga como si fuéramos “fornicadores permanentes”, pues generalmente cuando se refieren a nosotros se nos identifica como gays, lesbianas y trans y no como los ciudadanos plenos que somos, iguales que los demás: padres, hermanas, estudiantes, maestras, ingenieros, obreros, periodistas… sin necesidad de resaltarse una identidad de género o nuestra orientación sexual.
lunes, 1 de febrero de 2010
Despatologizar la transexualidad
En la clausura del reciente 5to. Congreso Cubano de Educación, Orientación y Terapia Sexual, celebrado en La Habana, se presentó una Declaración de la Sociedad Multidisciplinaria para el Estudio de la Sexualidad (SOCUMES) sobre la “despatologización” de la transexualidad. Un nombre muy complejo para algo muy claro: que no se considere más a la transexualidad como una enfermedad.
Pero, ¿por qué una declaración sobre la transexualidad? Porque, desde fecha tan cercana como 1979, los principales textos que regulan los protocolos de tratamiento y los procedimientos médicos internacionales consideraron a los transexuales como enfermos psiquiátricos, con “disforia” -o trastornos- en su identidad de género.
Esos textos son, fundamentalmente, el Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales (DSM), que publica la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), y la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Las mismas organizaciones y los mismos textos de los que fue retirada la homosexualidad como enfermedad mental en 1973, el primero, y el 17 de mayo de 1990, el segundo -que marca, este último, la conmemoración del Día Mundial contra la Homofobia.
Para nadie es un secreto que las personas transgéneros -incluyendo la transexualidad y las personas travestis- son mucho más vulnerables desde la infancia a la marginación, la discriminación y el estigma, por lo que considerarlos oficialmente como “enfermos” profundiza y perpetúa esta realidad, causando daños físicos y psicológicos irreversibles que en no pocas ocasiones pueden llegar al suicidio. Y está demostrado que ser transexual no es una opción ni una moda cosmética, sino una expresión de la identidad de género, una necesidad interior de estas personas a vivir con la identidad -masculina o femenina- a la que sienten pertenecer.
Y ¿por qué realizar en estos momentos esa declaración?
Para la comunidad científica cubana relacionada con la sexualidad este no es un tema nuevo y ha sido ampliamente debatido en los últimos años, sobre todo en la Comisión Nacional de Atención Integral a Personas Transexuales, con experiencia de trabajo en este campo desde 1979 cuando fue creada por Vilma Espín como Grupo de Trabajo sobre Transexualidad.
Sin embargo, en el año 2012 la APA deberá publicar la quinta versión de su manual DSM y actualmente existe una gran campaña internacional, sobre todo de agrupaciones transexuales europeas y diversas personalidades, para aprovechar ese momento y corregir tal injusticia. Vale la pena recordar entonces la legislación internacional en relación a los derechos sexuales, específicamente el artículo 18 de los Principios de Yogyakarta, que establece “que ningún tratamiento o consejería de índole médica o psicológica considere, explícita o implícitamente, la orientación sexual y la identidad de género como trastornos de la salud que han de ser tratados, curados o suprimidos”.
Los argumentos que se utilizan -fundamentalmente económicos y políticos- para mantenerla en la lista de enfermedades mentales pueden llegar a ser sorprendentes. Por ejemplo, en Estados Unidos se justifica como vía para seguir contando con los fondos de la cobertura de atención médica y de las políticas de seguro. Otro caso, en Chile, el Movimiento de Liberación Homosexual (MOVILH) anunció recientemente su respaldo a ello con el fin de lograr un “mejor entendimiento” sobre estos temas con el gobierno derechista, lo que provocó una fuerte reacción negativa de las organizaciones de transgéneros en ese país.
La Declaración de SOCUMES, por tanto, tiene una gran importancia para definir la posición cubana a favor de su “despatologización”, que se garantice el reconocimiento y respeto a los derechos de esas personas -mucho más allá de la mera atención médica y psicológica-, que se apliquen estrategias educativas a todos los niveles de enseñanza y hacia la población en general sobre este tema (entre ellos, los policías) y que se incluya de forma amplia en las políticas sociales del Estado y el gobierno su atención integral. Se menciona incluso que un paso significativo en ese sentido será aprobar el Decreto Ley sobre "Identidad de Género”, ya propuesto, en el que se incluye el cambio de identidad de esas personas independientemente de que sean objetos de la cirugía de reasignación sexual -mal llamada “operación de cambio de sexo”.
Una Declaración oportuna y necesaria para un grupo de población que, aunque minoritario, merece la atención de la sociedad y de las autoridades, en beneficio del respeto a sus derechos y a sus aspiraciones como seres humanos.
Pero, ¿por qué una declaración sobre la transexualidad? Porque, desde fecha tan cercana como 1979, los principales textos que regulan los protocolos de tratamiento y los procedimientos médicos internacionales consideraron a los transexuales como enfermos psiquiátricos, con “disforia” -o trastornos- en su identidad de género.
Esos textos son, fundamentalmente, el Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales (DSM), que publica la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), y la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Las mismas organizaciones y los mismos textos de los que fue retirada la homosexualidad como enfermedad mental en 1973, el primero, y el 17 de mayo de 1990, el segundo -que marca, este último, la conmemoración del Día Mundial contra la Homofobia.
Para nadie es un secreto que las personas transgéneros -incluyendo la transexualidad y las personas travestis- son mucho más vulnerables desde la infancia a la marginación, la discriminación y el estigma, por lo que considerarlos oficialmente como “enfermos” profundiza y perpetúa esta realidad, causando daños físicos y psicológicos irreversibles que en no pocas ocasiones pueden llegar al suicidio. Y está demostrado que ser transexual no es una opción ni una moda cosmética, sino una expresión de la identidad de género, una necesidad interior de estas personas a vivir con la identidad -masculina o femenina- a la que sienten pertenecer.
Y ¿por qué realizar en estos momentos esa declaración?
Para la comunidad científica cubana relacionada con la sexualidad este no es un tema nuevo y ha sido ampliamente debatido en los últimos años, sobre todo en la Comisión Nacional de Atención Integral a Personas Transexuales, con experiencia de trabajo en este campo desde 1979 cuando fue creada por Vilma Espín como Grupo de Trabajo sobre Transexualidad.
Sin embargo, en el año 2012 la APA deberá publicar la quinta versión de su manual DSM y actualmente existe una gran campaña internacional, sobre todo de agrupaciones transexuales europeas y diversas personalidades, para aprovechar ese momento y corregir tal injusticia. Vale la pena recordar entonces la legislación internacional en relación a los derechos sexuales, específicamente el artículo 18 de los Principios de Yogyakarta, que establece “que ningún tratamiento o consejería de índole médica o psicológica considere, explícita o implícitamente, la orientación sexual y la identidad de género como trastornos de la salud que han de ser tratados, curados o suprimidos”.
Los argumentos que se utilizan -fundamentalmente económicos y políticos- para mantenerla en la lista de enfermedades mentales pueden llegar a ser sorprendentes. Por ejemplo, en Estados Unidos se justifica como vía para seguir contando con los fondos de la cobertura de atención médica y de las políticas de seguro. Otro caso, en Chile, el Movimiento de Liberación Homosexual (MOVILH) anunció recientemente su respaldo a ello con el fin de lograr un “mejor entendimiento” sobre estos temas con el gobierno derechista, lo que provocó una fuerte reacción negativa de las organizaciones de transgéneros en ese país.
La Declaración de SOCUMES, por tanto, tiene una gran importancia para definir la posición cubana a favor de su “despatologización”, que se garantice el reconocimiento y respeto a los derechos de esas personas -mucho más allá de la mera atención médica y psicológica-, que se apliquen estrategias educativas a todos los niveles de enseñanza y hacia la población en general sobre este tema (entre ellos, los policías) y que se incluya de forma amplia en las políticas sociales del Estado y el gobierno su atención integral. Se menciona incluso que un paso significativo en ese sentido será aprobar el Decreto Ley sobre "Identidad de Género”, ya propuesto, en el que se incluye el cambio de identidad de esas personas independientemente de que sean objetos de la cirugía de reasignación sexual -mal llamada “operación de cambio de sexo”.
Una Declaración oportuna y necesaria para un grupo de población que, aunque minoritario, merece la atención de la sociedad y de las autoridades, en beneficio del respeto a sus derechos y a sus aspiraciones como seres humanos.
lunes, 18 de enero de 2010
¿Límites para el respeto?
Hablando con cualquier persona sobre diversidad sexual, incluso con aquellas más instruidas, es común escuchar frases como que “los homosexuales tienen que darse a respetar” o “los homosexuales tienen la culpa de que no los respeten, porque son irrespetuosos”. Sobre esa base, llena de prejuicios, algunos llegan a decir que respetan a alguien porque, aunque sea homosexual, “se ve hombre”… y cuando se refieren a lesbianas, travestis o transexuales encontramos expresiones similares, o aún peores.
¿Hasta dónde llegan los “límites” de ese respeto que deben darse los homosexuales para que sean “aceptados”? ¿Es justo que los flojitos, las fuertototas y las locas de carroza, por expresarse tal cual son, sean estigmatizados, discriminados y, en consecuencia, rechazados? ¿Es que se sólo se le reconocen derechos a aquellos que cumplan con los rígidos patrones preestablecidos para cada género?
La educación machista a la que nos enfrentamos, desde que somos pequeños, nos marca con fuertes patrones heterosexistas y roles de género que vamos reproduciendo día a día, incluso entre los propios homosexuales. Desafortunadamente, gran parte de esta educación denota una atención sobredimensionada a la apariencia y al qué dirán, sobre todo por el aquello de que “es mejor serlo y no parecerlo, que parecerlo y no serlo”.
En realidad, nos dejamos llevar por los prejuicios y no somos capaces de poner en práctica lo que se repite hasta el cansancio de que toda persona debe ser respetada en su integridad física y moral y apreciada de acuerdo a sus valores y al aporte que brinde a la sociedad. ¿Somos conscientes de educar a nuestros hijos para que en las escuelas no se burlen de aquel que luce “pajarito” o de aquella que le gusta jugar pelota y fajarse con los varones? ¿Hasta qué punto apreciamos los valores de nuestros colegas de oficina o vecinos, más allá de su apariencia externa, su manera de hablar o de vestir?
Es un comportamiento social que no puede ser cambiado por decreto, sino por convicción, en beneficio de la sociedad misma. Un proceso social que se necesita con urgencia para respetar a quienes, por cualquier razón, se escapan de los “modelos” que nosotros mismos nos hemos establecido. Porque no todo el mundo tiene la “dicha” de nacer cumpliendo estos parámetros de “normalidad” –clasificación detestable, por excluyente-, como mismo no todos nacemos bonitos, altos, con mucho pelo, delgados…
Sin embargo, esos “límites” también tienen una lectura a la inversa: de la misma forma en que la sociedad tiene que aprender a convivir con patrones más flexibles en el comportamiento de las personas, los homosexuales y transgéneros deben respetar aquellos patrones elementales de convivencia. Es conocido que los derechos de una persona terminan donde empieza el derecho de los demás y la mejor forma de educar en el respeto sobre uno es respetando el derecho de los otros.
No quiere esto decir que uno limite su forma de ser, sino a ser consecuente con una conducta ciudadana respetable. No se puede apoyar la actitud de un grupo de travestis que, en una guagua, anden vociferando sus conquistas y molestando a los pasajeros o a cuantos pasan por la calle. Pero, no porque esto suceda, es justo achacar ese tipo de comportamiento desagradable a todos los miembros de ese grupo humano, porque todos -absolutamente todos- somos diferentes.
Los comportamientos chabacanos, groseros y de mala educación no tienen nada que ver con la orientación sexual o la identidad de género y son tan reprochables en homosexuales como en heterosexuales, en hombres como en mujeres. La orientación sexual y la identidad de género no son atributos morales y, por tanto, no se pueden asociar a ellas un comportamiento social determinado.
¿Hasta dónde llegan los “límites” del respeto? Cada persona y cada ocasión tienen los suyos, en ambos sentidos, pero lo mejor será que nos eduquemos en convivir respetando y aprendiendo de nuestras diferencias.
¿Hasta dónde llegan los “límites” de ese respeto que deben darse los homosexuales para que sean “aceptados”? ¿Es justo que los flojitos, las fuertototas y las locas de carroza, por expresarse tal cual son, sean estigmatizados, discriminados y, en consecuencia, rechazados? ¿Es que se sólo se le reconocen derechos a aquellos que cumplan con los rígidos patrones preestablecidos para cada género?
La educación machista a la que nos enfrentamos, desde que somos pequeños, nos marca con fuertes patrones heterosexistas y roles de género que vamos reproduciendo día a día, incluso entre los propios homosexuales. Desafortunadamente, gran parte de esta educación denota una atención sobredimensionada a la apariencia y al qué dirán, sobre todo por el aquello de que “es mejor serlo y no parecerlo, que parecerlo y no serlo”.
En realidad, nos dejamos llevar por los prejuicios y no somos capaces de poner en práctica lo que se repite hasta el cansancio de que toda persona debe ser respetada en su integridad física y moral y apreciada de acuerdo a sus valores y al aporte que brinde a la sociedad. ¿Somos conscientes de educar a nuestros hijos para que en las escuelas no se burlen de aquel que luce “pajarito” o de aquella que le gusta jugar pelota y fajarse con los varones? ¿Hasta qué punto apreciamos los valores de nuestros colegas de oficina o vecinos, más allá de su apariencia externa, su manera de hablar o de vestir?
Es un comportamiento social que no puede ser cambiado por decreto, sino por convicción, en beneficio de la sociedad misma. Un proceso social que se necesita con urgencia para respetar a quienes, por cualquier razón, se escapan de los “modelos” que nosotros mismos nos hemos establecido. Porque no todo el mundo tiene la “dicha” de nacer cumpliendo estos parámetros de “normalidad” –clasificación detestable, por excluyente-, como mismo no todos nacemos bonitos, altos, con mucho pelo, delgados…
Sin embargo, esos “límites” también tienen una lectura a la inversa: de la misma forma en que la sociedad tiene que aprender a convivir con patrones más flexibles en el comportamiento de las personas, los homosexuales y transgéneros deben respetar aquellos patrones elementales de convivencia. Es conocido que los derechos de una persona terminan donde empieza el derecho de los demás y la mejor forma de educar en el respeto sobre uno es respetando el derecho de los otros.
No quiere esto decir que uno limite su forma de ser, sino a ser consecuente con una conducta ciudadana respetable. No se puede apoyar la actitud de un grupo de travestis que, en una guagua, anden vociferando sus conquistas y molestando a los pasajeros o a cuantos pasan por la calle. Pero, no porque esto suceda, es justo achacar ese tipo de comportamiento desagradable a todos los miembros de ese grupo humano, porque todos -absolutamente todos- somos diferentes.
Los comportamientos chabacanos, groseros y de mala educación no tienen nada que ver con la orientación sexual o la identidad de género y son tan reprochables en homosexuales como en heterosexuales, en hombres como en mujeres. La orientación sexual y la identidad de género no son atributos morales y, por tanto, no se pueden asociar a ellas un comportamiento social determinado.
¿Hasta dónde llegan los “límites” del respeto? Cada persona y cada ocasión tienen los suyos, en ambos sentidos, pero lo mejor será que nos eduquemos en convivir respetando y aprendiendo de nuestras diferencias.
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