En el mundo se ha popularizado un sentido de “libertad” que
es una quimera. Muchas personas sueñan con una “libertad” que se traduzca en la
capacidad de hacer y decir todo lo que se quiera, sin limitaciones de ningún
tipo… y eso no existe. Porque, para limitar esa ilusión, el ser humano está
rodeado de numerosos poderes que te imponen lo que puedes y no puedes hacer, lo
que puedes y no puedes decir.
Para eso existen los Estados, con sus leyes y regulaciones,
que conforman lo que deben ser el buen comportamiento y la civilidad. Para eso
existen las religiones que, con sus dogmas, le dan cuerpo al concepto de la
decencia y las buenas costumbres. Para eso existe la familia y las tradiciones
que, con sus repetidos hábitos y prejuicios, limitan las más desenfadadas
expresiones de los deseos y las ambiciones. Para eso existen las administraciones
que, con sus estrictos reglamentos, especifican claramente hasta dónde puede llegar
la creatividad de sus empleados. Y tantos otros poderes que, día a día, atan de
pies y manos a las personas en su utopía sobre la “libertad”.
El caso es que no se puede hacer y decir lo que nos venga en
ganas, al menos de forma pública. Y dudo mucho que en realidad queramos algo
así –una sociedad donde cada quien haga lo que quiera, sin límites–, porque todas
y todos saldríamos perjudicados. Sobre todo porque con ello, inevitablemente,
se afectaría la libertad de los demás.
Es lo que sucede cuando, por ejemplo, alguna persona se
levanta con la creencia del “deber ciudadano” de ponerle música a todo el
vecindario, sin importarle que otro vecino esté durmiendo después de una
guardia, que haya una anciana convaleciente en cama o, simplemente, que sus
gustos no tienen nada que ver con el del resto de los mortales que viven a su
alrededor. Saca sus bocinas a la acera, enciende su equipo, aumenta el volumen y…
¡que tiemble La Habana!
Igual sucede con la letra de muchos reguetones cubanos (y, a
propósito, otros ritmos que no son reguetones), popularizados hasta la saciedad
que, lejos de ganarse el calificativo de “música”, no pasan de ser “ritmos de
entretenimiento masivo” con un objetivo único: mover el esqueleto.
Lo peor es que, siendo tan populares entre niños y jóvenes –que
son quienes más mueven el esqueleto–, muchos de estos ritmos promueven
violencia, machismo, misoginia, homofobia, racismo… y otros ejemplos que no
deben ser patrones a imitar. La “libertad” no puede ser entendida de esa
manera.
Quienes me conocen saben que estoy muy lejos de ser una
persona conservadora. Y mucho menos se trata de ser pesados y convertirnos en
eruditos a la hora de componer, pues la cultura cubana –y sobre todo la música–
está llena de buenos ejemplos de composiciones deliciosas, sensuales y muchas
veces atrevidas, que constituyen verdaderas joyas en el arte del doble sentido
y la picaresca –incluyendo algunos reguetoneros, que lo han hecho con buen
tino.
Eso no tiene nada que ver con estribillos como: “¡báfata,
eso es un palo por la cara!”, “toma chupi-chupi, chúpamelo tuti, abre la
bocuti, trágatelo tuti”, “mi jevita es una fiera, mi jevita es como un gato,
como quiera que la tires, ella siempre cae en cuatro / ella camina singá,
singá-solina”, “mi jevita es un carrito loco-loco-loco / se tira de los postes
y de la mata de coco”, “tu tienes mala fama / de ser una vampira / de ser una siquiátrica
/ de ser mama-lona”… y muchos otros que, lejos de ser simpáticos, constituyen
burdas expresiones del trato más degradante hacia otras personas. Y la gente los
baila, por ser un ritmo de entretenimiento masivo contagioso, a veces sin
entender lo que están diciendo.
Pero como hablo del reguetón, también pudiera hablar de
ciertos personajes que se dicen “cómicos” y andan promoviendo espectáculos “humorísticos”
de la misma estirpe, utilizando siempre como base de sus pujos a negros,
mujeres, pinareños, homosexuales (de todos los bandos)… y la gente se ríe
porque, como dice un amigo, las personas tienen mucha necesidad de reírse.
Está demostrado que se puede hacer buen arte tomando como
base la sensualidad, el doble sentido; pero siempre sin ceder a la chabacanería
y la vulgaridad que, en realidad, son expresión de la escasa creatividad de sus
autores.
Por eso, doy mi voto porque a los promotores de “ritmos de
entretenimiento masivo”, como a los “entretenedores” de mal gusto y cualquier
otra expresión pública, no se les permita que promuevan en sus presentaciones
la violencia y la discriminación. Estos no son valores, son humillaciones muy
alejadas de la más elemental sociabilidad humana.
24 de diciembre de 2012
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