No me gusta utilizar el término de "reforma migratoria" –tantas veces repetido por los medios alrededor del 14 de enero– para hacer referencia a las recientes medidas aplicadas con relación a los viajes de cubanos al exterior. Es que no me parece lógico porque, en realidad: ¿se trata sólo de migración? Y peor: ¿tenemos que seguir usando el término para referirnos a cubanos y cubanas que viajan al extranjero, con su estigmatizada connotación social?
Es verdad que, tal vez desde una perspectiva histórica, el mayor impacto lo logran los 24 meses –que son prorrogables, además– otorgados a la persona que viaja, libre de pagos, para considerarle como "emigrado" y, por consiguiente, perder derechos ciudadanos –como votar, el reclamo de propiedades, beneficios laborales y estudiantiles, atención médica gratuita y hasta el pago de la entrada de ciertos lugares públicos. En ese mismo sentido, y de tremenda importancia, está la flexibilización a la repatriación de personas que asumieron la categoría de "emigrado", muchas veces sin ser su interés.
Se entienden las razones por las cuales Cuba se vio en la necesidad de tomar esas medidas, en su momento y por muchos años. Sin embargo, ya hacía tiempo eran necesarios los cambios. Cuántas personas no se vieron en la disyuntiva de renunciar a todo, ante urgencias personales. Cuánto estigma no se ha manejado contra tantas personas sin merecerlo, por el hecho de haber decidido vivir en el exterior. Sin dudas, las medidas tomadas son de gran importancia para la ciudadanía y sus derechos, no sólo el relacionado con la libertad de movimiento.
Pero, para la mayoría de las personas en Cuba hoy día, lo más significativo ha sido la disminución de más de 350CUC en el pago de trámites –sólo contando carta de invitación y permiso de salida– y, sobre todo, la simplificación de estas diligencias, eliminando gran parte de la madeja de gestiones, permisos y papeles en que se veían envueltas antes del 14 de enero.
Porque, seamos honestos: en Cuba, quien estaba determinado a viajar y tenía el dinero, vencía todas las barreras y lo lograba; incluso casándose en contra de su voluntad con un extranjero o extranjera, renunciando a sus sueños profesionales de toda una vida o haciendo lo indecible para borrar su pasado de los registros oficiales. Pero viajaba.
Del casi millón de personas que lo hicieron en los últimos 12 años, la gran mayoría regresó –como fue confirmado en un programa reciente de la televisión cubana– y otros se quedaron más allá de los 11 meses establecidos, por las razones que fueran. Pero es muy importante que, a partir de ahora, no se corra el riesgo de que al viajar te cuelen en la categoría de "emigrado", por razones a veces ajenas a tu voluntad, y se te estigmatice.
Entonces, de lo que estamos hablando en este aspecto es de la "no emigración". O, mejor dicho, de poner la emigración en su lugar. En la práctica, ahora cualquier cubano o cubana podrá viajar –salvo excepciones previstas en la ley– el tiempo que considere, pueda o necesite. Y emigrar será una decisión personal, no una circunstancia que se le impone por decisión burocrática.
Entre cubanos y cubanas viajar ya se irá viendo, poco a poco, como algo corriente –para quienes puedan, claro, como en el resto del mundo– y los funcionarios de inmigración pasarán de jueces y censores a facilitadores de gestiones y papeles. Y eso está bien.
A propósito, algo similar debería ocurrir con la Aduana, cuyos funcionarios también deberían dejar de ser inquisidores de lo que se entra –¿qué les importa si en el equipaje se carga con blúmers o calzoncillos?– para dedicarse más a su necesaria labor de velar en nuestras fronteras contra la entrada de materiales o equipos peligrosos a la seguridad de la nación.
Mientras tanto, a sólo unos días de la aplicación de estas medidas, una de las reacciones más significativas está sucediendo en las históricamente escabrosas relaciones con los Estados Unidos, donde se han quedado sin una pieza clave de la política anticubana: la imagen diabólica de Cuba como una "gran prisión", de donde no se puede ni salir ni entrar.
Ríos de tinta y bytes se han quedado sin cauce y los desconcertados "defensores" de los derechos humanos en Cuba y la libertad de viajar, aterrados de seguir perdiendo terreno, se han transformado en los mayores enemigos de los cambios. Tanto la extrema derecha batistiana de Miami como sus patrocinadores en Washington se han quedado sin argumentos y hasta sus más recalcitrantes empleados están hablando de cambiar la "Ley de Ajuste Cubano".
En este caso, los recientes cambios pudieran ser interpretados también como otro "gesto" –o al menos como otro paso más, entre los tantos que hemos visto en los últimos años– en el camino al desmoronamiento de los antagonismos.
Es verdad que, tal vez desde una perspectiva histórica, el mayor impacto lo logran los 24 meses –que son prorrogables, además– otorgados a la persona que viaja, libre de pagos, para considerarle como "emigrado" y, por consiguiente, perder derechos ciudadanos –como votar, el reclamo de propiedades, beneficios laborales y estudiantiles, atención médica gratuita y hasta el pago de la entrada de ciertos lugares públicos. En ese mismo sentido, y de tremenda importancia, está la flexibilización a la repatriación de personas que asumieron la categoría de "emigrado", muchas veces sin ser su interés.
Se entienden las razones por las cuales Cuba se vio en la necesidad de tomar esas medidas, en su momento y por muchos años. Sin embargo, ya hacía tiempo eran necesarios los cambios. Cuántas personas no se vieron en la disyuntiva de renunciar a todo, ante urgencias personales. Cuánto estigma no se ha manejado contra tantas personas sin merecerlo, por el hecho de haber decidido vivir en el exterior. Sin dudas, las medidas tomadas son de gran importancia para la ciudadanía y sus derechos, no sólo el relacionado con la libertad de movimiento.
Pero, para la mayoría de las personas en Cuba hoy día, lo más significativo ha sido la disminución de más de 350CUC en el pago de trámites –sólo contando carta de invitación y permiso de salida– y, sobre todo, la simplificación de estas diligencias, eliminando gran parte de la madeja de gestiones, permisos y papeles en que se veían envueltas antes del 14 de enero.
Porque, seamos honestos: en Cuba, quien estaba determinado a viajar y tenía el dinero, vencía todas las barreras y lo lograba; incluso casándose en contra de su voluntad con un extranjero o extranjera, renunciando a sus sueños profesionales de toda una vida o haciendo lo indecible para borrar su pasado de los registros oficiales. Pero viajaba.
Del casi millón de personas que lo hicieron en los últimos 12 años, la gran mayoría regresó –como fue confirmado en un programa reciente de la televisión cubana– y otros se quedaron más allá de los 11 meses establecidos, por las razones que fueran. Pero es muy importante que, a partir de ahora, no se corra el riesgo de que al viajar te cuelen en la categoría de "emigrado", por razones a veces ajenas a tu voluntad, y se te estigmatice.
Entonces, de lo que estamos hablando en este aspecto es de la "no emigración". O, mejor dicho, de poner la emigración en su lugar. En la práctica, ahora cualquier cubano o cubana podrá viajar –salvo excepciones previstas en la ley– el tiempo que considere, pueda o necesite. Y emigrar será una decisión personal, no una circunstancia que se le impone por decisión burocrática.
Entre cubanos y cubanas viajar ya se irá viendo, poco a poco, como algo corriente –para quienes puedan, claro, como en el resto del mundo– y los funcionarios de inmigración pasarán de jueces y censores a facilitadores de gestiones y papeles. Y eso está bien.
A propósito, algo similar debería ocurrir con la Aduana, cuyos funcionarios también deberían dejar de ser inquisidores de lo que se entra –¿qué les importa si en el equipaje se carga con blúmers o calzoncillos?– para dedicarse más a su necesaria labor de velar en nuestras fronteras contra la entrada de materiales o equipos peligrosos a la seguridad de la nación.
Mientras tanto, a sólo unos días de la aplicación de estas medidas, una de las reacciones más significativas está sucediendo en las históricamente escabrosas relaciones con los Estados Unidos, donde se han quedado sin una pieza clave de la política anticubana: la imagen diabólica de Cuba como una "gran prisión", de donde no se puede ni salir ni entrar.
Ríos de tinta y bytes se han quedado sin cauce y los desconcertados "defensores" de los derechos humanos en Cuba y la libertad de viajar, aterrados de seguir perdiendo terreno, se han transformado en los mayores enemigos de los cambios. Tanto la extrema derecha batistiana de Miami como sus patrocinadores en Washington se han quedado sin argumentos y hasta sus más recalcitrantes empleados están hablando de cambiar la "Ley de Ajuste Cubano".
En este caso, los recientes cambios pudieran ser interpretados también como otro "gesto" –o al menos como otro paso más, entre los tantos que hemos visto en los últimos años– en el camino al desmoronamiento de los antagonismos.
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