jueves, 12 de enero de 2017

Estados Unidos en 2017: comienza la era del outsider

Por: Fernando Arancón / 2 de enero de 2017
Tomado de: http://elordenmundial.com/2017/01/02/13553/
El año 2017 tendrá un destacado protagonista en Estados Unidos: Donald Trump. La llegada a la Casa Blanca de este polémico presidente abre un escenario sustancialmente distinto para muchas de las líneas políticas seguidas por Obama. Así, numerosos aspectos podrían cambiar tanto en la política interior como en la exterior.
A efectos políticos, podría decirse que el año siguiente al que se celebran elecciones en Estados Unidos tiene veinte días menos, apenas tres semanas en las que el antiguo inquilino de la Casa Blanca deja paso al nuevo o, con suerte, revalida por una única vez el mandato. Así, 2017 comenzará para los estadounidenses el 20 de enero, día en el que Donald Trump recitará ante John Roberts, presidente de la Corte Suprema de Justicia, "Juro solemnemente que ejerceré fielmente el cargo de presidente de Estados Unidos y, hasta el límite de mi capacidad, preservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos". Quedará así inaugurado el mandato de aquel a quien nadie daba ganador, rechazado por los medios y por los votantes —obtuvo 2,5 millones menos de votos que su rival, Hillary Clinton—, pero suficientemente hábil como para encandilar a los votantes necesarios en los lugares adecuados.
2017 se podría resumir en una palabra con la llegada de Trump al Despacho Oval: imprevisibilidad. El nuevo presidente ha basado buena parte de su campaña y su discurso en simbolismos, en medidas no ya un tanto extremas desde una perspectiva de la comunicación política, sino técnica y políticamente complicadas de llevar a cabo, con muchos intereses en juego y otras tantas voces en contra. Por suerte o por desgracia, si bien la voluntad del presidente pocas veces se discute en Estados Unidos, el entramado político que crece en Washington amortigua frecuentemente las iniciativas que salen de la Casa Blanca. Con Trump no tiene por qué ser distinto. El Partido Republicano, segundo gran ganador de las elecciones del 8 de noviembre, es un aliado coyuntural y no incondicional. Bastante tendrá la formación del elefante con repartir de manera armoniosa la enorme tarta que gestionar hasta la próxima gran cita electoral a mitad de la legislatura, en 2018.
Año de promesas y disputas internas
Si hay algo que va a ser evidente durante este nuevo año en Estados Unidos, va a ser el tira y afloja entre la Casa Blanca y el Partido Republicano. Paradójicamente, los análisis y las viñetas que se fueron publicando a medida que Trump cosechaba apoyos en las primarias republicanas coincidían en que el neoyorquino iba a conseguir el desmantelamiento del partido. Y en cierto modo lo hizo. Derrotó a los paladines de la formación y acabó ganándolo todo. Sin embargo, lo que se preveía como el pozo más hondo para el partido ha acabado convirtiéndose en una de las victorias más dulces. Cámara de Representantes, Senado, mayoría en los estados federales y, cuando Trump nomine una nueva cara al Tribunal Supremo y el Senado lo apruebe, mayoría en el órgano judicial más importante del país. El póquer de la política norteamericana.
Sin embargo, estas mayorías pertenecen al Partido Republicano, que a día de hoy ha pasado por un hondo trauma —a pesar de haber salido de él con solvencia— y ha de compaginar las distintas corrientes internas, especialmente establishment y los siempre presentes ultraliberales del Tea Party, de igual manera que buena parte de la formación no ha sido, es ni será partidaria de Trump, y el nuevo presidente es consciente de ello.  Por su parte, el Gobierno que ha formado es asimismo una amalgama de corrientes de lo más variopinta: republicanos de la vieja escuela, militares bañados en el neoconservadurismo, lobistas y altos cargos de grandes empresas. Una especie de Gobierno de unidad nacional aplicado al híbrido ideológico y pragmático que supone la alianza entre el Partido Republicano y Donald Trump.
Habrá asuntos en los que ambos sectores puedan ponerse de acuerdo, caso del desmantelamiento del Obamacare, el limitado avance en materia de sanidad pública llevado a cabo en Estados Unidos por el presidente saliente. En eso no habrá problema: ambos pueden venderlo a su electorado como un necesario recorte en el desmesurado festín de gasto público del país. Otras cuestiones podrían ser más complicadas, como el deseo del nuevo presidente de gravar fuertemente la producción de las empresas nacionales que fabriquen fuera de Estados Unidos y luego deseen venderlo en el país.
La cuestión central es qué nivel de concordancia va a haber entre lo que dijo que haría y lo que en realidad va a hacer. Probablemente muy bajo, y no porque Trump quiera traicionar sus ideas, sino porque la superestructura llamada Partido Republicano no le va a dejar. El presidente depende políticamente a día de hoy más de su formación que al revés. El rechazo del nuevo inquilino de la Casa Blanca a las dinámicas —unas pocas, en realidad— neoliberales choca tan de frente con algunos sectores poderosos del partido que sería un suicidio político colectivo embarcarse en semejante pulso. ¿La solución? El simbolismo. Más que contenido real, de peso y que modifique estructuralmente el país, este primer año de Trump serán gestos, anuncios y palabras. No es algo negativo, ya que esas tres cuestiones muchas veces son tan importantes como lo tangible —o incluso más—, pero Trump, por el momento, no va a suponer una revolución.
Problemas que siguen sin solución
Para quienes no se esperaban perder, ya fuesen políticos de primera línea o urbanitas más que acostumbrados y adaptados a la globalización, la noche del 8 de noviembre y los días posteriores fueron una pesadilla. Las reacciones —nos atrevemos a decir que desmedidas— a la victoria de Trump pasaron desde las consultas para mudarse a Canadá a que en California llegasen a plantearse salir de los Estados Unidos. Pese a todo, después del shock inicial, las ideas más peregrinas se han disipado y el EE. UU. real vuelve a cobrar la importancia que merece.
Sin embargo, los problemas que afectan a buena parte de la población del país no van a ser resueltos por el nuevo presidente; de hecho, algunos de ellos empeorarán con Trump. Ya sea por falta de voluntad del nuevo inquilino de Washington, el escaso interés del gigante republicano o que simplemente es una situación tan estructural como global, dos aspectos atan en buena medida las manos de quien se decide a ponerles solución.
La desigualdad, uno de los temas centrales que catapultaron a Trump a la Casa Blanca —o que hundieron a Hillary y a los demócratas y dio alas a Bernie Sanders— seguirá campando a sus anchas por EE. UU. El país crece económicamente con cifras aceptables, pero es incapaz de crear empleo de calidad más allá de los polos de desarrollo fijados desde hace décadas. La única salida para esos millones de personas es que Trump les devuelva los empleos industriales que se fueron hace muchos años al continente asiático o a México. Y eso no va a ocurrir. La industria por la que se ha decantado Estados Unidos tiene un nivel tecnológico muy alto y está íntimamente ligada con los servicios. Sus únicos trabajadores son de nuevo cuño; no se puede llevar a una start-up de Silicon Valley a los obreros metalúrgicos de Indiana. La única cuestión en el aire es cómo va a maniobrar Trump cuando esta realidad se haga más evidente conforme avance el mandato.
Tampoco será un año especialmente bueno para la violencia racial en Estados Unidos. Durante el doble mandato de Obama, los momentos que tuvo para rebajar la tensión y plantear de manera clara y seria el abismo social, económico y político existente aún entre blancos y negros fueron dilapidados con un simbolismo cada vez más vacío y una represión que quién sabe si no le ha acabado también pasando factura a su sucesora. Ahora Trump hereda un foco de inestabilidad social, si cabe, más peligroso. Obama no era un enemigo para la comunidad negra —quizás un estorbo o simplemente indiferente—, pero el nuevo presidente sí podría ser percibido como una amenaza para los afroamericanos tanto por no resolver la brecha socioeconómica como por ser, tanto él como su formación, de escasa sensibilidad hacia las cuestiones de los negros estadounidenses.
No olvidemos qué es Donald Trump: un candidato y futuro presidente republicano. La negación del cambio climático del encargado de la oficina medioambiental es poco menos que anecdótica ante cuestiones como la legislación sobre armas, un debate que la Casa Blanca y los republicanos tratarán de silenciar. Ello por no hablar del terrorismo. Estados Unidos no se ha librado de esta amenaza, que durante 2016 ha dado tantos días para olvidar. El yihadismo, siempre presente en células organizadas o en los llamados lobos solitarios —uno de los términos de moda en el terrorismo actual—, se puede entremezclar con acciones de otros grupos, como los supremacistas blancos.
Sea como fuere, no todo lo político va a girar en torno al Partido Republicano y su 45.º presidente. El Partido Demócrata, maltrecho —por no decir roto— tras el vapuleo electoral del 8 de noviembre, va a tener que comenzar su particular reconversión. No son pocos los huecos que tapar, desde un nuevo liderazgo —Clinton ya está absolutamente quemada— al discurso y la identidad del propio partido, escorado hacia unas élites y unas zonas urbanas que en muchos aspectos no responden a la realidad general de Estados Unidos ni a sus problemas. Sanders no tiene recorrido a largo plazo y muchas miradas recaen sobre Elizabeth Warren, un perfil lo suficientemente moderado como para no resucitar el fantasma del socialismo que muchos evocaban con el senador de Vermont y lo suficientemente progresista como para huir con solvencia del centrismo descafeinado del Partido Demócrata, percibido como un alineamiento de facto con las élites financieras y la globalización.
Trump y el mundo: ¿un bombero pirómano?
Sin duda, uno de los aspectos más comentados antes y después de la victoria de Trump ha sido el planteamiento de su política exterior. El neoliberalismo —más bien una versión algo extraña de él— ha dejado paso a lo que ha sido bautizado como neonacionalismo: "América para los americanos", versión 2.0. El objetivo de Donald Trump para con los asuntos exteriores es bien sencillo, aunque no por ello fácil de llevar a cabo: modificar las prioridades geoestratégicas de Estados Unidos en un replanteamiento de su papel en el mundo y las relaciones con otras potencias. Si bien los amantes del continuismo han quedado escandalizados, otras figuras prominentes de los asuntos internacionales han sido algo más curiosas con los planteamientos del nuevo presidente y prefieren darle una oportunidad. Si por algo se han caracterizado muchas presidencias —incluida la de Obama— es por haber heredado en materia de política exterior auténticos desaguisados, que, lógicamente, no han podido solucionar de un día para otro.
Ahora bien, en esta "política de la ocurrencia" que ha caracterizado a Trump en los meses anteriores a su llegada a la Casa Blanca, sus planteamientos parecen contener algún acierto y notables retrocesos, muchos de los cuales serán puestos a prueba en el primer año de su mandato. De hecho, más que cambiar métodos y objetivos, la impresión inicial es que juega con la misma baraja, solo que cambiando las cartas consideradas buenas y malas por otras distintas.
Hacia América Latina destacarán dos lugares: México y Cuba. La idea del muro en la frontera con su vecino del sur será poco más que un recuerdo. Muchos puntos del límite entre ambos países ya llevan muchos años vallados y vigilados, por lo que no es una frontera excesivamente permeable. En cambio, dentro de la restrictiva política inmigratoria que desarrollarán Trump y los republicanos, México será un socio clave para detener los flujos migratorios en la frontera entre este país y Guatemala. La técnica que ha desarrollado, por ejemplo, la Unión Europea con Turquía para desentenderse de los cientos de miles de refugiados o la que desde hace muchos años lleva desarrollando España con Marruecos y Mauritania.
Con Cuba la situación tiene visos de que, como mínimo, quedará en punto muerto. Trump, en su rol de hombre de negocios, ha dado a entender que al menos Cuba puede ser un lugar con grandes oportunidades económicas para Estados Unidos. Sin embargo, en este asunto se impondrán los republicanos, que no quieren oír hablar de distensión con la isla ni la más mínima concesión al castrismo. Bloquearon como han podido el nombramiento de un embajador para La Habana y no les tiembla la voz al afirmar que no van a revocar el embargo que Estados Unidos mantiene sobre la isla. En Washington ya saben que los Castro no son inmortales —y no porque no lo hayan intentado demostrar— y podría primar el posicionamiento de cara a la sucesión de Raúl Castro en 2018 antes que abrir más las relaciones y motivar el auge de alguna facción reaccionaria dentro de Cuba.
Oriente Próximo sufrirá también este cambio de cartas de la Administración Trump. Siria pasará de ser uno de los protagonistas del "Eje del mal" que creó Bush a un aliado útil en el caos de la región. Es un intermediario clave en la mejora de las relaciones con Rusia, uno de los objetivos fundamentales para el nuevo Estados Unidos, y Al Asad puede ser considerado el mal menor con dos ideas claves: la promoción de una Siria multiconfesional y la lucha que tanto su padre como él han llevado a cabo contra el islamismo. No conviene olvidar que, a fin de cuentas, los Asad son baazistas: panarabistas, socialistas y laicos.
Sin embargo, este giro para con Siria —habrá que ver las trabas republicanas— puede ser (des)compensado abriendo dos nuevos frentes que, mejor o peor, habían quedado solucionados. El primero, Irán, con el que Trump ya ha dicho que replanteará el acuerdo nuclear alcanzado. Esta revisión supondrá un retroceso en las relaciones con la república islámica y facilitará que en el país tomen fuerza los grupos más conservadores y que se generen nuevas tensiones entre Teherán y sus principales rivales regionales, Arabia Saudí e Israel.
Precisamente será el Estado judío otro de los grandes protagonistas en este primer año del nuevo presidente. Trump ha afirmado en repetidas ocasiones que desea trasladar lo antes posible la embajada de Estados Unidos desde Tel Aviv —donde están actualmente las legaciones extranjeras— a Jerusalén, capital disputada entre Israel y Palestina y cuya capitalidad, salvo algunos consulados, ningún país extranjero se ha atrevido a reconocer llevando allí su embajada, en favor de Israel. Si este movimiento se produce, sería un flaco favor hacia el proceso de paz en el lugar, estancado desde hace bastantes años entre luchas internas palestinas y el rodillo israelí a través de asentamientos. Qué decir tiene que, si esta mudanza diplomática se produce, las protestas en el mundo árabe y el repunte del antiamericanismo pueden ser importantes.
Ahora bien, estos son escenarios secundarios para Trump. El protagonista será Rusia, con unas intenciones más que declaradas por parte del nuevo presidente de cara a mejorar las relaciones. En realidad, lo que el de Nueva York propone no es algo revolucionario en cuanto a lo que a relaciones internacionales se refiere: se acabó la doctrina de la contención con el gigante euroasiático, las revoluciones de colores, el Gran Oriente Medio hasta Kazajistán o una OTAN hasta las puertas de Moscú. Rusia, con su espacio; Estados Unidos, con el suyo, y los países europeos… que hagan lo que puedan.
Sea como fuere, la mejora de relaciones con Rusia no responde al mero altruismo ni al gusto de Trump por lo eslavo. El gran rival de Estados Unidos es China, sin ningún tipo de ambages. La persistencia del neoyorquino por señalar al país asiático durante su campaña electoral muestra lo central que será el tema para su futura Administración. Y, hoy por hoy, Rusia, aliado circunstancial de China, no puede estar en contra de Estados Unidos cuando la situación se tense. De hecho, poco tiempo le ha faltado al nuevo presidente para mostrar que la moderación y la diplomacia con Pekín no van a ser su línea habitual. La llamada del todavía electo presidente a su par taiwanés descolocó y luego desató las quejas de la China continental. Recordemos: simbolismo.
Sin embargo, es llamativo que el TTP, una gigantesca maniobra geoeconómica para poner contra las cuerdas a China, vaya a ser sacrificado en los primeros días de mandato con la retirada de Estados Unidos. O eso pretende llevar a cabo, al menos. Puede resultar comprensible la denuncia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés), el acuerdo con México y Canadá; una baja asumible para la retórica neonacionalista de Trump. No así el TPP.
La denuncia de la actual globalización es una realidad en buena parte de la sociedad y políticos alzados desde los extremos en muchos lugares del mundo. Ideológicamente, es una crítica legítima. Con todo, la cosa cambia cuando los intereses nacionales son los que sustentan un acuerdo o una maniobra determinada. Nadie dijo que Trump fuera a tenerlo fácil. A fin de cuentas, el neoyorquino se ha caracterizado por ir sistemáticamente a contracorriente y acabar ganando. Veremos qué le depara su primer año.

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