jueves, 26 de diciembre de 2013

La patria chica

Yo soy un inmigrante. Entré por el túnel de la bahía de La Habana en un viejo Chevrolet Impala de la mano de mis padres cuando aún no había cumplido los 4 años… y cuentan como chiste que mi primera expresión fue: “¡mami, mira una casa flotando en el río!”, sorprendido al ver un barco en el malecón.

Mi padre fue uno de los convencidos a aportar más sus energías aquí, en La Habana, y dejar atrás sus raíces en nuestro natal Camagüey. No siguió el argumento de mi abuelo materno, quien nunca dejó la ciudad de los tinajones –a pesar de ser un famoso arquitecto, laureado por el Colegio de Arquitectos de La Habana y con algunas de las mansiones más bellas del reparto Vista Hermosa en su currículum– porque decía que prefería ser “cabeza de ratón y no cola de león”.
El país había cambiado. Empezaban los años 70 y era la época en que la capital necesitaba el aporte de personas que venían desde el interior, ante los numerosos programas sociales en marcha y la ausencia de muchos de sus habitantes, quienes prefirieron la emigración hacia el exterior antes que verse envueltos en tanto ajetreo. Porque La Habana no siempre estuvo “que no aguanta más”.
Nunca he podido evadir mi condición de inmigrante. Al principio, porque me ponían a leer todos los comunicados en la escuela, con la admiración de las maestras: “¡tiene una pronunciación impecable! claro, es camagüeyano”. Y es que Camagüey se precia de hablar el mejor castellano del archipiélago nacional –aunque Aimé Amargoz se esmere en tratar de demostrar lo contrario todos los días en el noticiero de televisión.
Aunque después mi pronunciación se acostumbró al chapurreo habanero, nunca oculté mi origen –dicen que somos muy orgullosos– y era “el guajiro” del grupo. Y me delataba en los debates de pelota en la Universidad cuando, en medio del furor industrialista, yo permanecía impasible… “¡imagínate, es camagüeyano!”, decían.
Recuerdo que hace unos años, por razones de trabajo, estaba en la cabina de transmisión de Radio Rebelde durante uno de los partidos del mundial de pelota que se estaba realizando en Holanda. En medio del juego, Eddy Martin y Héctor Rodríguez me dieron el micrófono para comentar en vivo a la audiencia en Cuba algunos detalles sobre la organización de los juegos… hasta que me preguntaron “¿y de dónde tu eres, cuál es tu equipo?” “¡De Camagüey!” respondí con orgullo. Hubo un silencio cómplice… y se acabó la entrevista.
Hace unos días volví a sentir esa impresión que nos inunda por momentos a casi todas aquellas personas que hemos emigrado, rozando la nostalgia, pues por primera vez decidí acompañar a mi padre a una de sus reuniones de guajiros camagüeyanos. La Presidenta del gobierno provincial y el Secretario del Partido en Camagüey querían tener un encuentro con “los camagüeyanos ausentes”, ahora en La Habana. Qué gentiles.
Ya había tenido noticias –por amistades allá– de las transformaciones que estaban haciendo en el territorio, de sus programas de radio a micrófono abierto donde se habla de lo humano y lo divino y que ambos han formado un binomio telúrico.
Por muchos años, hasta que supe de ellos, no había oído a nadie en Camagüey hablar con admiración de sus dirigentes y no podía perderme la oportunidad de verles de cerca. Y parece que mi curiosidad era compartida, porque el teatro del MINSAP estaba repleto de gente.
Me dieron buena impresión los dos dirigentes. No eran perfectos, pero tampoco debían serlo. En las pocas horas que estuvimos allí me parecieron gente aterrizada, operativa, con disposición de escuchar, con conocimiento de muchos de los problemas y ganas de hacer algo por resolverlos… y eso está bien, por ahí empiezan las cosas.
De todas formas, ella necesita un cursito sobre temas de género, por reiterar algo ya obsoleto y patriarcal como “las damas primero” y por la necesidad de que nuestros dirigentes acaben de usar un lenguaje de género, para forzarnos a terminar con la invisibilidad de la mujer, una trampa a la que nos tiene habituados esta lengua machista.
Él no habló mucho, clausuró la reunión con un discurso retórico –demasiado previsible para un dirigente político tradicional– que hizo pensar que estando en la capital no se sentía cómodo, en su espacio. Porque mucho he escuchado de sus batallas nada formales en la acción de su cargo.
Más de 400 personas escuchamos al historiador de la ciudad presentar los proyectos de remozamiento del centro histórico de Camagüey, que se han desarrollado con el nombre de Ciudad 500, para celebrar en febrero próximo el medio siglo de fundación de la ciudad.
Aunque no guardo muchos recuerdos de la tierra que me vio nacer –mis recuerdos son, sobre todo, de viajes posteriores–, no puedo negar la emoción que sentí al ver las transformaciones en la calle República, los proyectos en Maceo, el nuevo bulevar, el callejón temático de cine junto al Casablanca, las restauraciones de ciudadelas, el remozamiento de hospitales y policlínicos, los cambios en el Casino Campestre… todos callamos impresionados.
Muchas personas hablaron, gente importante y gente de pueblo. Fue el momento en que se desataron las nostalgias, los recuerdos, los deseos.
Algunas hablaron del pasado, otras elogiaron el presente, las personas más ilusas reclamaron un equipo de pelota poderoso –como si los dirigentes tuvieran una varita mágica– y las más exigentes reclamaron apoyo para un vagón de tren que les llevara a las celebraciones del 500 aniversario. Mireya Luis, acompañada de un grupo de famosos atletas, expresó su disposición a apoyar con su experiencia los programas deportivos populares que se están implementando y donó tres pelotas originales de vóley con el mismo destino.
Pero hubo una señora que destrozó mi coraza capitalina y dejó al descubierto mis vestigios de inmigrante. Una mujer humilde, ya retirada, habló con el corazón. Comentó su experiencia de traída de niña y de los azares de la vida –tan caprichosa– que la han forzado a esta emigración involuntaria, para nunca más haber retornado en 50 años. Sin embargo, dijo, quería que sus huesos reposaran allá de vuelta.
Sin dudas, la emigración puede ser muy dura para mucha gente y dejar emociones insospechadas. Me pareció tener un deja vú ante sentimientos tan fuertes y pensé otra vez: soy un inmigrante.

El teatro del MINSAP repleto de camagüeyanos "ausentes"

Los dirigentes del Camagüey en La Habana

Mireya Luis aportando a los programas deportivos de Camagüey
 

2 comentarios:

  1. Camilo:
    He terminado de leer tu publicación con la vista nublada. Cada palabra me recuerda experiencias vividas. La tierra que nos ve nacer es un lugar siempre especial, independientemente de donde vivamos nuestras raices quedan ancladas en esa tierra para siempre, aun cuando nos sintamos en casa en nuestro nuevo lugar. Mi papá tomó la misma decisión que esa señora y alla están sus cenizas.
    Vivamos urgullosos de NUESTRO CAMAGUEY!!!!
    tu vecino camagueyano,

    Alberto

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    1. Me alegra, Albert... imagínate cómo terminé yo de oir a aquella señora! :) Feliz año para ti y los tuyos! un abrazo

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